Hace lo que parece una eternidad (en realidad, no hace tanto) nos aplastó un virus desconocido que acabó con la vida de casi cinco millones de personas en el mundo. En España, 87.000, oficialmente. Y con datos más ajustados a la verdad, probablemente más de 100.000.
Para combatir semejante enemigo, tan feroz, tan invisible, tan difícil, no hemos necesitado oficiales de la Marina, sino médicos. Tampoco ingenieros que construyeran grandes diques ni las mejores defensas, sino enfermeras. Ni miembros del CNI especialmente brillantes, sino auxiliares. Ni hemos requerido, tampoco, perspicaces políticos que pudieran negociar un fin de la barbarie en las mejores condiciones, sino celadores que supieran mover cuerpos (y que tuvieran la voluntad de hacerlo) que ya no podían girarse por sí mismos.
Tampoco hemos necesitado, para el combate en esta horrible guerra, el armamento más sofisticado, sino instrumentación médica puntera. Ni mejor equipación para los soldados, como fusiles con mira telescópica y visión nocturna, sino vestimenta (EPI) que fuera suficiente para que los sanitarios no tuvieran que ir, como hicieron al inicio de la pandemia, vestidos con bolsas de basura cuando aún se intentaba descifrar el daño potencial de este incansable rival.
Conozco (¿quién no?) a numerosos miembros de los cuerpos y fuerzas de sanidad del Estado (deberían llamarse así, a partir de ahora), que entregaron su tiempo y su salud para contribuir a salvar vidas en los hospitales cuando el empuje del coronavirus alcanzaba proporciones inasumibles.
Sí, cuando nos obligaban a quedarnos en casa a los demás. Cuando los abogados, los periodistas, los futbolistas, las actrices, los directores de marketing, las azafatas, los economistas, los músicos, los directores de expansión y los responsables de I+D de todos los demás sectores se quedaron en casa. Obligados, pero seguros.
Ellos, los de la salud (nuestro ejército), no hicieron eso. Es más, la mayoría hizo exactamente lo contrario. Sin tener que hacerlo, fue a Urgencias a atender a los que llegaban por allí, casi derrotados por la percusión de ese gran enemigo que engullía pulmones y dejaba sin aliento.
Muchos profesionales emigraron desde zonas menos afectadas a las ciudades donde la incidencia era mayor, y se alejaron así de sus familias y de la seguridad de un entorno más saludable, para luchar en primera línea. Frente al virus, en las trincheras. De recompensa, unos aplausos.
Muchos firmaron también unos cuantos contratos abusivos, pero contratos, al fin y al cabo. Ahora, cuando parece que finalmente estamos venciendo tal vez de forma definitiva al rival, con casi el 80% de la población vacunada y la incidencia alrededor de 45 casos por 100.000 habitantes, las Administraciones deciden no prorrogarlos.
Más de 20.000 sanitarios que reforzaron nuestras primeras defensas cuando las olas parecían estar a punto de ahogarnos perderán, o han perdido ya, sus empleos. Parece mentira que hace sólo unos meses resultaran imprescindibles. Que se dejaran la piel por los demás. Sin ellos, nuestros registros de muertes por Covid-19 serían aún más trágicos.
De todas las traiciones que ha registrado esta columna en sus seis años de vida, al menos una por semana desde 2015, cuando nació EL ESPAÑOL ninguna es más trágica, ni más íntima, que esta a la que se somete ahora a los profesionales de la Sanidad. Con plena conciencia de ello, a la luz del día, desaprovechamos la oportunidad de cuidar (por una vez) al gremio más importante, ese al que todos recurriremos, ese que todos necesitaremos, antes o después.
Las bajas que tendremos en la siguiente pandemia serían evitables si nos preocupáramos de proteger al ejército de la Sanidad ahora que la primera línea respira cierta paz, después de todo el trabajo y la entrega de estos dos últimos años. Pero no lo haremos.
Esa es la traición íntima que subraya esta columna en su última entrega. La que hacemos a los sanitarios, sometiéndonos así todos al siguiente gran fracaso epidemiológico cuando los dioses lo establezcan. Es la gran traición que nos hacemos a nosotros mismos.