No me gustan los días trémulos que preceden al invierno y siembran las calles de hojas secas. Tampoco me gustan los muertos ni los huesos de santo, ni las tardes cortas y las noches largas. Ni Halloween ni los crisantemos, ni los fantasmas, los buñuelos de viento y los convidados de piedra. Las castañas, sí me gustan. Y los panellets, también.
Desde que el volcán de La Palma empezó a escupir lava de color fosforito, todo me recuerda al infierno. Aquel día el infierno penetró en el mar y luego el mar se tiñó de coral y el cielo se convirtió en humo.
Esto que digo suena a literatura, pero no lo es. Ahora la literatura se aloja en el cementerio y lanza aullidos de muerte. No me gustan los aforismos, pero la muerte vive en un ataúd de Alfred Hitchcock. Yo lo he visto.
El día de Todos los Santos se me apareció la foto de un cementerio sembrado de cruces medio sepultadas en ceniza. Era la imagen viva (perdón, muerta) de los fantasmas cenicientos. No había nadie en el cementerio. Ni una sombra muda ni una flor con el tallo vencido. El miedo se había apoderado hasta de las ánimas y la ceniza rozaba los hombros de las cruces. Mientras, las coladas se abrían como venas, montaña abajo.
He frecuentado pocos cementerios. Sólo alguno se me ha cruzado en el entierro de un familiar, pero siempre he procurado mirar hacía otro lado. Los cementerios mudos me dan yuyu, y los apretados también, pero no sé que es peor: si un cementerio vacío o uno lleno de mujeres que friegan las lápidas con Fairy o, como en el caso de las indígenas de Chichicastenango, que empapan toallas en ron para darles de beber a sus difuntos.
Bien pensado, a lo mejor yo me apunto a una de esas rondas cuando muera. Entre el ron para emborracharse y la cafinitrina para mal morir, no hay color.