Manel Monteagudo no ha hecho otra cosa que tomarse a Pedro Calderón de la Barca al pie de la letra. Convertir la vida en sueño cuando se antoja dolorosa no es más que un gesto de nobleza, el de un hombre que trata de sobrevivir. Manel, el bueno de Manel, que también es poeta, pudo además estirar su utopía 35 años.
Hoy eso no sería posible. Yo he intentado imitarle algún día entre semana, a eso de las cuatro de la tarde, pero cuando abro un ojo me encuentro con alguna llamada de mi jefe, un par de encargos, la lista de la compra y una novela que no se deja escribir.
Lo de Manel ha sido un acto de valentía. ¡35 años haciéndose el dormido! Sólo levantándose de la cama para reír con sus hijos, darse un paseo por la playa, construir algún que otro poema, hacer el amor y leer la prensa.
Me acuerdo, querido Manel, de Goodbye Lenin, aquella maravillosa película que seguro te ha dado tiempo de ver en tu sueño eterno. ¿Te acuerdas? Esa mujer socialista y berlinesa que cae en coma en 1989 y que, cuando despierta, ocho meses después, se da de bruces con la democracia. ¡Y el muro hecho añicos, Manel!
Pero la España en la que tú dormiste nada tenía que ver con la de hoy. Tres décadas y media... ¡y los políticos casi seguían siendo los mismos! Felipe González estuvo 14 años y todavía sigue dando vueltas. Jose María Aznar, ocho y lo mismo.
La política, al dictado de Gary Lineker, era un deporte de once contra once en el que siempre ganaban PP o PSOE. La España vacía, en comparación con lo de ahora, estaba llena y la gente todavía leía periódicos. ¡Era posible ver a un hombre, por la noche, en un bar, con el diario impreso en la mañana!
Cerraste los ojos, Manel, con la Constitución recién aprobada y te levantaste con ella vigente. Perdona que te lo diga tan claro... ¡Pero así cualquiera! Hoy, me echo yo a dormir dos semanas y no sé dónde despertaría. Ya no te digo si me atrevo, pongamos, a cerrar los ojos cinco años. Al sonar el despertador habrían transcurrido, por lo menos, cuatro legislaturas.
Se habrían evaporado incluso los eternos retornos aparentemente invencibles: Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado habrían dejado de discutir. ¡Ni siquiera Pedro Sánchez sería presidente del Gobierno! ¡Una España sin Sánchez, el Rey Sol, Manel! No te quiero ni contar de la monarquía: tú te echaste la cabezadita sabiendo que volverías a ver el mensaje de Navidad de Juan Carlos I. ¡Yo podría encontrarme a Pablo Iglesias vestido de soberano! Además, no habría otro canal. El mando sólo tendría un botón.
Siempre me ha dado miedo la velocidad. Temo los patinetes al doblar la esquina. Pero, en tres años de sueño, Santiago Abascal y una legión de seguidores podrían cabalgar la Gran Vía, devolviendo la tierra al suelo y enterrando el asfalto.
¡Cinco años y no habría novelas de verdad en las librerías! Todo serían esos prospectos farmacéuticos donde la trama habría sido arrasada por la ética. O mejor dicho, por la ética precocinada del nuevo tiempo. En las universidades todos vestirían de la misma manera y los profesores entregarían sus clases antes de dictarlas a un servicio de censura llamado "perspectiva progresista".
Las hamburguesas, querido Manel, serían de tofu. Y la leche, de soja. Apenas habría turismo nacional porque la bicicleta se hace pasada para trayectos de más de 30 kilómetros.
Te admiro, Manel. Si pudiera, habría hecho lo mismo. De hecho, con la boca pequeña, ya te digo, lo hago después de comer. Cada vez menos. Cada vez más escondido. Pero no hay manera. Veinte minutos, ya no te digo una hora, y... "¡joder! ¿has visto lo de...?". Y corro a verlo.
Mi capacidad de asombro está tan dañada que me da miedo recuperarla con un ejercicio como el tuyo. Por eso no sigo el consejo de Calderón. Fíjate, Manel, escuché tu historia ("¡Joder! ¿Has visto lo de Manel?") y no me sorprendí. Eres tan nuestro, Manel, que debería haberte escrito un himno.