Si bien los órdenes de la política y de la antropología (o la sociología) no pueden estar separados porque las formas políticas requieren de una materia sociológica y antropológica para realizarse, sí son disociables.
El Estado y sus transformaciones han tenido influencia a lo largo de la historia sobre los grupos nacionales (étnicos). El dominio político ha tenido efectos aglutinadores (por ejemplo, la Francia capeta sobre la borgoñona o la provenzal), creando nuevas naciones al mezclar unas poblaciones etnonacionales con otras.
Pero también lo ha tenido separador (por ejemplo, el Reino Unido en Irlanda). Cuando no invasivo hasta el punto de producir el desplazamiento y, en el límite, la destrucción deliberada de grupos nacionales enteros. En Europa del Este ha sucedido esto.
Es verdad que, otras veces, esos cambios políticos no han significado cambio nacional alguno. Por ejemplo, los franceses no dejaron de serlo con los cambios de república, hasta la V actual.
Por último, hay cambios políticos que no han contribuido ni a crear nuevas naciones, ni a destruirlas, ni tampoco siquiera a dejarlas como estaban. Lo que han producido es su consolidación como naciones con su transformación en nación política. Así, los procesos de unificación de Italia y de Alemania en el siglo XIX.
Es más, muchas veces se contemplan determinados cambios políticos como nacionales cuando las transformaciones que se dan en ese orden político (en el del Estado: Constituciones jurídicas, matrimonios reales, batallas) responden a una dinámica distinta de la nacional.
Y es que la vida nacional tiene lugar en la antropología o en la sociología, teniendo la política una influencia oblicua sobre ella, y no recta.
Carlos I, por ejemplo, flamenco de nación, gobernaba tanto sobre súbditos de nación española como italiana como alemana, siendo independiente la adscripción nacional del poder político. No obstante, sus títulos imperiales, en los que se basaba su autoridad política, algo tenían que ver con esas naciones: emperador de los germanos, emperador de los romanos, emperador de los lombardos.
Mientras que el poder político (el Estado) es la acción de ordenar y administrar la sociedad, en la que unos gobiernan y otros obedecen (y que puede ser uninacional o plurinacional, como lo era el Imperio de Carlos I), la nación, sin embargo, implica la sucesión generacional en una sociedad. La persistencia de la nación tiene más que ver con la familia, que es el ámbito donde se produce la generación (en el lecho), que con el Estado (en el trono o en el Parlamento).
Los cambios políticos tienen o pueden tener un dinamismo del que carecen los cambios a nivel nacional. En una sola jornada o en unas pocas (14 de julio de 1789, 14 de abril de 1931) pueden cambiar las cosas totalmente en el orden político. En diez días se puede “estremecer el mundo” y hacerlo, incluso, sin que sea percibido por la nación. Como ocurrió, por ejemplo, con la toma del Palacio de Invierno. Los acontecimientos se precipitan dada una ocasión (kairós) y su alcance puede ser más o menos revolucionario o reformista.
Sin embargo, los cambios nacionales se miden por generaciones. Requieren de la sucesión y el cambio generacional en la medida en que exista o no continuidad en las tradiciones, usos o costumbres al pasar de una generación a la siguiente.
Los españoles vivimos hoy como ciudadanos en la nación política. En un contexto institucional surgido en el siglo XIX y que supuso la homogeneidad legislativa en los códigos (civil y penal, comercial), en la fiscalidad, en la administración (con la creación de las provincias) o en la unidad de pesos y medidas.
Esta es la realidad nacional en la que nacen, crecen y se reproducen los españoles actualmente, y ya no la de la nación histórica que, por ejemplo, protagonizó como sociedad la acción bélica de Lepanto en 1571, o que firmó la paz de Westfalia en 1648, o que fue objeto de crítica por Cervantes en El Quijote.
Una sociedad, la española de los siglos XVI y XVII, cuyo tejido institucional era completamente diferente al actual (desde la moneda hasta la organización de la administración del Estado, pasando por la economía o la religiosidad). Pero que permanece como tal sociedad española al existir unos rasgos comunes (la lengua castellana y, a través de ella, la literatura; la continuidad patrimonial; los usos y costumbres) que la mantienen cohesionada con el cambio generacional.
Si retrocedemos a partir de la generación actual llegaríamos al límite en que la sociedad española desaparece. Entonces ya no se podría hablar de españoles en sentido nacional. Nos toparíamos con otro tipo de sociedad diferente: godos, hispanogodos, hispanos o lo que fuera. Pero no españoles.