Que dice James Rhodes que no entiende la popularidad del reguetón: con la Iglesia hemos topao’. Ha echado a Bad Bunny al callejón con Beethoven para que se navajeen en la reyerta más soporífera y rancia de todos los tiempos, la vieja guerra entre las presuntas baja cultura y alta cultura. Es curioso que tanta gente crea que la música, o el arte, o la literatura son más valiosos cuanto más nos transportan a estados solitarios, recogidos y reflexivos del espíritu, cuanto más nos subyugan y nos sacrifican, cuanto más nos aíslan y sofistican.
Menuda memez: qué desprecio a la alegría. Como si nos sobrara. Es la misma razón por la que la comedia tiene menos prestigio intelectual que la tragedia -y el optimismo que el pesimismo-, porque la distensión nos une al resto en la misma carcajada, porque nos hace cómplices de los nuestros, porque nos democratiza, y entonces ya no podemos sentir que somos niños eruditos y especiales, refinados e incomprendidos. Ya no podemos sentir que molamos tanto.
Rhodes es tan rematadamente cursi, tan pretencioso y remilgado que usa el argumento de la temporalidad y la gloria: "¿Por qué escuchamos después de 200 o 300 años a Bach o a Chopin? ¿Escucharemos a Bad Bunny en dos siglos? Ni de coña". Es imposible de predecir, pero la verdad es que a quién le importa. A quién carajo le importa la trascendencia: ese es un concepto aristócrata, acomodado. Nosotros estamos aquí y mordemos lo que tenemos a mano, lo que nos es útil, lo que nos resulta sanador y expectorante. Sólo un privilegiado como él puede desdeñar las canciones que le nacieron en las manos a los chavales pobres de Latinoamérica para corroer, al menos un ratito y en la noche del sábado, la desidia, la precariedad y el asco mundial, ahítos como estaban de paro, de marginalidad y de desánimo, rabiosos como niños tristes rascando un ramalazo de recreo. De jarana. De desahogo.
Eso Rhodes no sólo no lo sabe, sino que no lo piensa: claro que él se le adelantó a exactamente 274.671 personas en la carrera por obtener la nacionalidad española, porque es muy cool y muy de izquierdas y además tiene traumas infantiles -el resto no, el resto estamos de puta madre-, así que vino el Gobierno a regalarle la llamada carta de naturaleza por su cara bonita. Estamos hablando de un caballero que no sabe ni lo que es respetar una cola: cómo vamos a esperar que aprecie la música parida en los barrios. No nos cabe un progre esnob más en la baldosa patria. Todo por el pueblo pero sin el pueblo, que el pueblo huele mal y baila guarro.
Suerte que el reguetón cruzó todos los charcos y hace rato que vino también a aliviarnos las penas a los españolitos amargados por la semana laboral, por el desamor, por la vida líquida, por la ansiedad y la autoexplotación, por las expectativas frustradas y los cánones de belleza delirantes y lo felices que son siempre los otros en Instagram. Fue un regalo inconmensurable, en concreto, para mi generación, para los que fuimos obedientes y buenos chicos y lo estudiamos todo y leímos a Proust y a Pessoa y para qué, si hemos vivido en una crisis económica permanente y nos arrastramos de psicólogo en psicólogo y nos queda lejos hasta el plan de tener algún día una puta casa propia.
Estaba la opción de pincharnos música clásica en el tocadiscos que negociamos en el Rastro, descorchar un vino del súper y abrir el gas para esperar la muerte, pero James, llámame loca: nos pusimos Gasolina y nos pintamos los labios y brindamos con whisky por no se sabe bien qué; y peregrinamos con nuestros amigos a algún tugurio para bailar con ellos hasta abajo y abrazarles bajo las luces azules, y sudamos la angustia y nos sentimos sexys y livianos un rato, cantando las canciones fútiles que nos insuflaron la idea de que nada era para tanto. Zúmbale mambo pa’ que mis gatas prendan los motores.
Nos sentó muy bien: por eso lo seguimos haciendo. Aquí y en todo el mundo. Tan transversal es la cosa -“la cosa” es “el goce”- que tendrías que ver cómo lo flipan también con Ozuna o Karol G. o Maluma los niños pijos en sus fiestas con aire acondicionado: no les da vergüenza ninguna la ley del cuerpo, del vacile caribeño y del deseo. Y bien que hacen.
Yo sé que tú nos imaginas a todos nosotros como a una legión de anormales alienados que hablan raro y que danzan medio aborregados, pero eso es estar ciego y sordo: es en ese éxtasis justamente cuando nos estamos liberando, porque liberarse, a veces, conlleva la complicación -¿no es paradójico?- de dejar de pensar. En fin, para que me entiendas: para llegar al orgasmo hay que tener la mente en blanco. Lo sabe hasta la cátedra: se disfruta más sin entenderlo.
James: tú te has confesado fan fatal de Paquita Salas -¿veremos esa serie dentro de 200 años?, jajá- y yo espero de verdad que no se te ofenda Bergman por no estar papándote Secretos de un matrimonio en bucle, que la élite es como es. Piensa en la escena sensacional en la que Magüi se destroza en la pista con Baila, morena. ¿Tú has visto a alguien más feliz en tu vida? Lo dudo, tío. Relájate y disfruta. No sabes qué encantadora es la vulgaridad. Perreo pa' los nenes, perreo pa' las nenas.