El concepto de lo clásico aplicado a las obras de arte ofrece, ciertamente, significados ambivalentes que pueden dificultar su correcto entendimiento y su buen uso. El arte de la antigüedad grecolatina, por ejemplo, recibe el calificativo de clásico como también lo reciben los patrones formales, de cualquier época o ámbito, que responden a pautas de sobriedad, elegancia y economía de recursos.
Pero el caso es que últimamente se perciben un manoseo, una utilización impropia, coloquial y subjetiva, un afán aspiracional y conclusivo y, sobre todo, una prisa que llevan a calificar como clásicas a obras que sólo llevan entre nosotros unos años, entendiendo que su mera pertenencia al pasado (aunque sea reciente) y sus presuntas cualidades sobresalientes (esa es otra) las hacen acreedoras a tal etiqueta. En absoluto.
En rigor, sólo pueden aspirar a la condición de clásicas las obras artísticas de gran calidad cuyas formas y puntos de vista sobre la condición humana y el mundo han sido fundadoras de estilos y corrientes, han merecido y obtenido influencia e imitación y, sobre todo, se mantienen vigentes y nutrientes después del paso de los siglos o de una muy considerable cantidad de años, siendo imprescindibles para la educación general y especializada.
El dictamen sobre la cualidad de clásica de una obra de arte surge, por supuesto, de la experiencia de detectar en el presente la circulación y la atención prestada por el público interesado a tal obra del pasado y del consenso entre los historiadores, los académicos y los críticos encargados por su conocimiento de valorar, glosar y difundir la pervivencia esencial de sus mencionadas formas y puntos de vista.
Por más que moleste, en un momento de asequibilidad en la emisión de todo juicio y opinión, no se pueden repartir al gusto o a conveniencia de cada cual los certificados de clasicismo, pues entonces la ennoblecedora y categórica etiqueta queda devaluada con grave perjuicio para las obras que, en verdad, la merecen, al tiempo que se baja el listón de las aptitudes de percepción y comprensión que, a veces, son necesarias para abordar una obra clásica, lejos del barullo de las sugestiones de la actualidad y de las modas.
Porque clásica es una obra artística que, entre otras cosas, ha sobrevivido a la incesante sucesión de modas y que se muestra indiferente a ellas, perdurable, visible, útil, influyente, admirable y erguida entre el tráfico incesante y efímero de las burbujeantes novedades en boga de cualquier presente, que volverá a ser trascendido por ella.
Es una pena, por ejemplo, que Días de cine clásico (La 2) incluyera el lunes en su programación Supermán (1978). La película de Richard Donner (como bastantes otras que ha exhibido ese espacio y como otras muchas propuestas por Movistar) no es un clásico. Y no lo es porque yo lo diga (el yo, esa es la incómoda cuestión, no pinta nada en esto), sino porque ya está dicho y establecido que el periodo clásico del cine abarca a día de hoy (y con alguna excepción) los años 30, 40, 50 (con reservas) y comienzos (como mucho) de los 60 del pasado siglo.
Y no sólo dentro del cine norteamericano, claro, tan profusamente difundido en ese programa, sino en el cine europeo e internacional de la misma época, tan poco cultivado en la televisión pública, sin duda debido a su política (y a su economía) de compras preferentes a las multinacionales americanas.
En líneas muy generales, una obra artística, además de responder a las consideraciones y requisitos ya expuestos, empieza a aspirar a la condición de clásica si sus potentes cualidades iluminadoras sobreviven más allá del ocaso de las, más o menos, tres generaciones que han sido contemporáneas de su aparición y del alcance inercial de su difusión, aunque es verdad que no pocas disciplinas creativas, en sólo unas décadas, han recorrido el camino y han quemado las etapas que a otras les llevaron siglos recorrer y quemar.
No se deben confundir las obras artísticas muy notables o sobresalientes (no digamos el resto) con las clásicas, pues eso supone un trivial abaratamiento tanto de las creaciones que en verdad lo son como de las facultades, conocimientos y criterios de asimilación que se precisan para reconocerlas y degustarlas como tales. Todo engaño y falsa ilusión en este campo menoscaba la cultura y sus exigencias mediante una especie de aceptación del todo a cien.