En el abanico de temas que nos ocupan (certificados Covid, vacunas infantiles, luces de Vigo) hay uno que me produce cierta tontuna mental. Es el de la Navidad en su versión más cursi.
A una siempre le ha gustado la Navidad, pero la Navidad pura y dura. Qué le vamos a hacer. Quitando los villancicos, que en esta edad adulta me ponen un poco de los nervios, hay una serie de microtemas a los que tarde o temprano sucumbo. Son los cuentos de Navidad, que siempre nos devuelven a la infancia.
Hoy quiero contar el cuento de una infancia inacabada. Se trata de pequeñas deudas con el pasado en las que los protagonistas son el frío, la leche humeante antes de acostarnos, los pijamas calentándose junto a la estufa y, finalmente, las carreras por el pasillo adelante hasta llegar a la habitación y zambullirnos en la cama, donde te quedabas toda la noche en la misma postura ocupando el hueco de tu molde.
En la casa de la abuela, donde viví mis primeras Navidades, la diferencia de temperatura entre el cuarto de estar y el dormitorio, y no digamos ya el pasillo, podía ser de ocho grados. A mí me habría gustado acostarme como los mayores, con manta eléctrica dentro de la cama, pero eso lo teníamos prohibido. Así que con una bolsa de agua caliente íbamos que chutábamos. Lo malo era que a las dos horas el agua de la bolsa ya se había enfriado y estábamos como témpanos.
Desde que no soy tan pequeña, o, en otras palabras, desde que soy muy mayor, la infancia ha regresado de golpe y me ha devuelto aquellas sensaciones lejanas. Hace unos años, alguien me puso en el árbol una bolsa de agua caliente (sin agua) envuelta en una funda negra con una calavera pintada. Todas las noches, al acostarme, me pongo la bolsa de agua caliente en los pies y mis sueños son más tibios y apetecibles, más íntimos.
Ya no está la abuela, ya no están mis padres, ya no está nadie. Sólo queda una ráfaga de melancolía atrapada en media docena de gestos. Los niños de ahora ya no piden bolsas de agua caliente porque duermen bajo unos edredones que parecen nubes de algodón. Sin embargo, yo sigo en mi infancia reencontrada y a falta de estufas, acaricio sueños cargados de golosinas.