En esta polémica tampoco se trata de encontrar al temeroso de las tetas para alentarlo a ser valiente, para sacarlo de su zona de confort, como dicen ahora, y hacerlo un hombre, sino de encontrar, señalar y linchar si se tercia al que se atreva a decir una obviedad ya vergonzante. Algo como que las tetas nos dan miedo en rarísimas ocasiones y que lo más habitual es que nos gusten y más bien mucho.
Un tipo que vaya por allí, o por aquí, publicitando su gusto por las tetas ya no es gracioso, ni siquiera un poco marrano, sino un baboso extemporáneo, machirulo peligroso, torrentino incluso, soon to be pollavieja y, qué duda cabe, machista potencialmente violento.
Porque el miedo no es a las tetas, y lo saben. El miedo, mucho más infantil, romántico en cierto en sentido, es a su falta. A la posibilidad, tan real, tan terrible, de vivir una vida entera o lo que nos quede de ella sin acceso regular y simpático, amoroso incluso, a teta.
E incluso (y así el miedo ya no es del pobre incel, sino del común de los heteros) sin tener acceso a una pluralidad nunca suficiente de ellas. Y esto, que nos hace temerosos, débiles y dependientes, es a la vez fuente de un enorme poder femenino. Un poder gratuito, ofrendado por esta naturaleza a menudo tan cruel, y por el que en este caso ni siquiera tienen que luchar.
De ahí que lo grande, lo encomiable de esta revolución en marcha, es que no busca el empoderamiento, sino su contrario. El propósito de liberar las tetas, de mostrarlas más o de llevarlas a su aire, la fe que anima a estas revolucionarias, es que enseñándolas más nos gusten menos, y en esta ilusa convicción se halla la grandeza de su lucha. Nos hacen más libres a nosotros, pobres babosos, esclavos de nuestra triste condición masculina, y al hacerlo hacen también más limpia y civilizada a la sociedad en general.
Esta revolución, que no busca asaltar el poder, sino destruirlo, que renuncia voluntariamente a un poder heredado, genético, despótico y tantas veces tiránico en nombre de un ideal igualitario y civilizatorio, esta, decía, sería la auténtica liberación sexual, la revolución liberal finalmente digna de Delacroix y demás.
Pero es evidente, y las antiporno deberían saberlo mejor que nadie, que el empacho de teta es un fenómeno al menos tan raro como el del pánico de teta. Y que lo que pasa cuando el Gobierno, los sindicatos, los artistas y los activistas de boquilla se ponen a gritar al unísono que hay que parar la ciudad es que algo muy gordo, y muy poco democrático, está pasando.
Algo huele un poco raro, como a pachuli, cuando con este paro juvenil el Gobierno sube las cuotas de autónomos, los sindicatos aplauden y comen jamón a nuestra salud, y todo el mundo se empeña en convertir el exhibicionismo en revolucionario, educándolos a ellos en la pasividad y poniéndolas a ellas a enseñar las tetas.
Esto no es una revolución libertaria, sino una cubana. Y supongo que este es el chiste final del festival, que ganase Chanel, la chica de origen cubano con nombre de perfume. Aunque yo, sinceramente, no le vea la gracia.