“Vuela, amigo; vuela alto” fue lo primero que escribieron sus colegas en el altar de velas donde recordaron a Jaime. “Vuela, amigo; vuela alto”. Todos los fines de semana se repite la danza macabra del machete.
Esta vez le ha tocado a Jaime Guerrero Messousi, de quince años, que formaba parte del coro de los Trinitarios de Vallecas y que había fichado por el Club Deportivo Móstoles, donde jugaba de lateral izquierdo.
El entrenador dice que Jaime no era agresivo. Pero el sábado llevaba un machete de sesenta centímetros en las entretelas. Sus colegas dicen que nunca se metía en líos ni llegaba tarde a casa. Ese día, le había prometido a su madre que no llegaría más allá de las 22:00. Y ni siquiera llegó.
Fue a la sesión light de la discoteca Independance. Al salir, se vio envuelto en una maraña de pandilleros que lo atrapó para siempre. Un chico corpulento alcanzó a Jaime y le propinó tal machetazo que lo rompió por la mitad.
No me gustan los fines de semana. En los días normales, como el jueves, la calidad de la luz es estridente y vivaz, mientras que la del domingo es plana y somnolienta, desganada. Mucha gente sestea y la que no sestea está enganchada al fútbol.
Este recuerdo procede de la infancia, de cuando los partidos se retransmitían por la radio, que era un cajón con ruidito de petardos. Además de los partidos, estaba el parte de Radio Nacional. Y, dentro del parte, los ministros del ramo, entre los que recuerdo un par de nombres: Camilo Alonso Vega y Baturone Colombo.
La muerte nunca avisa. Por eso no me gustan los fines de semana, porque son devastadores. El sábado último arrojó un balance desolador. Dos muertos, de quince y veinticinco años, y dos heridos graves. Las horas siguientes produjeron gran zozobra y yo no logré quitarme de la cabeza esos ejércitos de jóvenes que peleaban con machetes. Era un infierno.
El domingo no pude dormir por esa y otras razones. Rayan, el niño marroquí que cayó a un pozo de 32 metros y que fue sacado de él como un muñeco de trapo me devolvió a la memoria el recuerdo de Julen, que sembró nuestros telediarios de lágrimas. Los bomberos bajaron una cámara al pozo y la primera imagen que captaron fue la de una manita inerte abandonada en la tierra. Esa mano la soñé repetidamente durante noches.
El domingo, ya más sosegada, decidí ver una película argentina. No se qué fue peor. El cine argentino me gusta, pero la mala follá de la película me dejó traspuesta.
El actor principal era Pepe Sacristán, que se pasaba la película pinchándose y poniendo cara de amargado. Era verano en la pantalla. Una pareja de actores atravesaba el país de arriba abajo. Se notaba que tenían calor porque transmitían una sensación muy pegajosa. Sacristán y su compañera de viaje se pasan la película durmiendo la siesta. Luego conducen el coche y apenas se dirigen la palabra.
Creo que he visto esta película en otro cine, o en otro sueño. Al principio de la pandemia, el psiquiatra me dio una medicación para regular el sueño y me la pasé soñando películas.
Ahora ya no sé si son primero las películas o los sueños. La película es tan larga que nos hemos salido del mapa de Argentina. Los paisajes, tan dilatados que no caben en un millón de fotogramas.