Los ecos de lo sucedido en Carrera de San Jerónimo la última semana todavía resuenan. Pertenecen ya a la historia más encantadora, larga e inevitable del parlamentarismo español. Un diputado erró el voto sobre una importantísima reforma que no lo era, se produjo un terrible alboroto, el escenario tembló, se estremeció la Nación. Y cayó el telón.
Un enredo digno del gran Ernst Lubitsch, pero con el final abierto (arte y ensayo) de los togados, se presume.
¿Y los actores qué tal? Bah, poca finezza (lo dijo Giulio Andreotti, un entero Estado en su cabeza) y abultado empeño. El resumen estético de todo eso es menos divertido. Nuevo regodeo de Pedro Sánchez a costa de Pablo Casado. Hasta la siguiente función.
Esta entrañable España. El presidente lleva una mascarilla permanente (antes, desde el teatro griego, se decía máscara) y los súbditos, ora la espada, ora la pluma, a las órdenes de su BOE, cuyas letras de plomo inspiran oscuros comités de expertos y ministras en continua alteración nerviosa.
Si asistimos ayer a la mágica infalibilidad del líder, hoy puede ocurrir algo similar en Castilla y León. Traducido: cuando parece que Sánchez va a ser derrotado en algo, llega la oposición a trompicones y se lo arregla. ¿Por qué? Veo dos razones profundas.
En primer lugar, hay una idea fuerza (o idealismo madariagano, o rajoyano, perdonen la asociación) en el PP sobre el pactismo, la gran coalición, que viene también forzada de Europa, pero que choca una y otra vez con un PSOE fervorosamente sanchista.
En segundo lugar, Casado padece (no sabemos si por convicción o por romanticismo) la melancolía del bipartidismo perdido, aunque apenas lo conociera, y, en su sentimentalismo, acaba favoreciendo al socialista (que vive en el más riguroso presente). A este paso, Sánchez podría competir por el puesto de peor presidente de la democracia igualando las dos legislaturas de José Luis Rodríguez Zapatero.
El pegamento ideológico del sanchismo, ¿cómo se diluye? Quizás con algo tan rutilante como la igualdad, que fuera otrora patrimonio de la izquierda. La unidad de España, es decir, la paridad de todos los españoles, es la idea más progresista (jacobina) que tenemos. Y el sanchismo representa al partido de los privilegios vascuences, catalanes y otros que llegarán pronto del vacío mesetario.
Luego está la cuestión que llaman (cursilería) “batalla cultural” y que, de tanto nombrarla, ya casi nadie sabe lo que es. Modestamente, espero que sea, por ejemplo, debatir sobre el aborto o el mastodóntico Estado, y no de las gestas de don Pelayo.
En cuanto al consumo estrictamente cultural, es decir, al entretenimiento de masas, no le hace falta a la izquierda pisar ninguna calle. Esa labor de contagio ya se la fabrican diariamente los grandes medios, la general exhalación de eslóganes.
El español, cual anglosajón, va siempre calado con la lluvia fina de una incansable performance de provocaciones aparentemente rebeldes. Desde la publicidad, el periodismo mágico, el artisteo, la entrepierna, las tetas, los animalitos, la televisión y las redes (en un sentido estricto) sociales. Se dirían manifestaciones ajenas al poder, esa cosa imposible de no tener amo.
Pero, por citar dos ejemplos culturales, el cotilleo correcto (Jorge Javier Vázquez) o el humorismo orgánico (Gran Wyoming) cabalgan sobre corceles en ningún caso desbocados.
Los comicios en la vieja y recia Castilla y León se prometían felices para los conservadores, pero sus líos particulares pasarán factura, según las encuestas.
En España, cualquier asunto a decidir funciona en clave nacional porque eso interesa a Sánchez. Su hábitat preferido, donde se mueve como lamprea, es el electoral. Y ahí la coalición Frankenstein le mantiene en la erótica por él preferida: la del político venturoso.
Tuvimos a un señor gallego de aires decimonónicos y, como nos aburrimos de todo, ahora nos representa un croupier que serpentea en Falcon.
Mas Casado posee una baza, y parece ya un vicio periodístico insistir. Isabel Díaz Ayuso es querida por algo poco común en la cosa pública: gestión competente y laissez faire. Además, atesora ese charm o misterio del eterno femenino en versión libérrima.
A la enorme empresa a la que pertenece no le agrada tal punto díscolo, chupa de piel y discurso que nadie controla allí. Quienes escribimos, moribundos sociales, desde Cataluña, o mejor desde Barcelona, vemos las cosas con la forzada lucidez que provoca el hambre política. O la inanición.
La fuga de Ciudadanos, el affaire Cayetana, Alejandro Fernández más solo que la una: de nuevo la claudicación (o, peor, el disimulo) de la gaviota respecto a quienes manejan los presupuestos de la república que no existe, pero déjate. ¿Qué hacía Casado el pasado octubre en una comida de nacional-burguesitos (casa de Luis Conde) en lugar de irse a los barrios de la Condal, a sus mercados y plazas y mezclarse con la gente?
Esto sirve para Valladolid, Palencia o L’Hospitalet. Don Pablo, de Isabel quédese el Malasaña style y la convicción conservadora, un oxímoron conceptual, el nuevo punk. Es ella el único cargo popular que inquieta a la izquierda, y eso tiene muchísimo valor como para ser ofrecido, cual gladiador, al pueril politiqueo.
La obediencia de partido está sujeta a un eje, creo yo: la cultura del tartufismo político, de arriba abajo y viceversa. Sin embargo, haría un favor al conservadurismo el joven Casado si se emancipara de tan insoportable metáfora, los aires proustianos que permanecen incrustados hasta en el papel de las paredes de Génova.