No entiendo ni comparto el entusiasmo con los diputados díscolos, y mucho menos con las encendidas defensas que reciben estos días sus libérrimos votos. Porque en el borreguismo parlamentario hay algunas virtudes que creo que merecen respeto e, incluso, una modesta defensa. Se trata además de virtudes fundamentales en una democracia que se pretende representativa, aunque no sólo. El voto de los diputados borreguiles tiene las enormes ventajas de la previsibilidad y la responsabilidad que cabe esperar, e incluso exigir, de nuestros partidos políticos. Y, especialmente, de los que votamos.
Esperamos previsibilidad porque los votamos justamente por lo que se supone que van a hacer. Para que hagan lo que se comprometieron a hacer (o, al menos, algo parecido, lo que resulte de rebajar sus promesas a lo que nuestra conciencia ciudadana, más o menos cínica, considere razonable esperar de ellos). Pero no cualquier cosa.
Y exigimos o deberíamos exigir responsabilidad. Que respondan de lo que han hecho y de lo que han dejado de hacer, de sus logros y traiciones. Para que podamos al menos dar cuenta de su traición y votar a otros, por aquello de que si te engañan una segunda vez, la culpa es tuya.
Para todo esto es de gran utilidad que quien se presenta con una sola voz a las elecciones vote con una sola voz en el Parlamento y responda con una sola voz ante la ciudadanía o, al menos, ante sus votantes. Convendrán conmigo que esto facilita un poco tanto la comprensión como la fiscalización de sus actos y discursos.
Entiéndanme, a mí también me encantaría que nuestros diputados votasen lo que les diese la gana, siempre que yo después pudiera pedirles explicaciones y retirarles el voto y hasta la palabra. Como en Estados Unidos o Inglaterra, para entendernos. Pero no puedo. Y no me gusta y no me parece de recibo, por lo tanto, que puedan votar lo que les da la gana en mi nombre y en el de mis principios escudados, también ellos, en la partitocracia y las listas cerradas y demás, que hacen siempre un poco más difícil de lo deseable cambiar de votos sin cambiar de principios.
Mientras tanto, mientras el sistema siga siendo el que es, la fidelidad de voto del diputado borreguil trabaja en favor de la representatividad. Algo que en democracia tiene su importancia, aunque no sea lo único importante. Aunque no se busque aquí (como pretendían con las listas cremallera y supongo que pretenden todavía tantos demógrafos y demófobos) constituir Parlamentos que reproduzcan en la proporción exacta la pluralidad de géneros, razas, orientaciones sexuales y religiosas y afinidades futbolísticas y demás que existen en la sociedad. Por lo ridículo que sería, pero también por aquello que más o menos decía Burke y es que nos traicionaría quien se limitase a representar nuestros prejuicios, pudiendo defender nuestros intereses.
Pero estos días no va de esto. Porque la reforma no era tal, sino mera propaganda, y toda votación que se presente en estos términos ha de ser recibida y correspondida en estos mismos términos, partidistas, electoralistas y demás, y no exactamente en los del interés general de la ciudadanía. Y precisamente por eso, por lo profundamente corrupto y perverso del juego partidista del Gobierno, tenemos más razón todavía para exigir responsabilidades a quien puede darlas. Cuando el diputado se va, con su voto o con su escaño, se lleva con él un algo que dificulta la capacidad de responder de los partidos y, por lo tanto, nuestra capacidad de fiscalizarlos.
Es por eso por lo que el voto en conciencia, el voto libérrimo, tiene que ser excepcional y sólo como excepción debe defenderse. Mientras no se renueve radicalmente el sistema electoral de nuestro país, deberemos confiar en la fuerza centrípeta del poder y en el consiguiente borreguismo de nuestros diputados para mantener un cierto orden en el hemiciclo y en el sistema, del mismo modo en que confiamos en el borreguismo de nuestros conciudadanos para mantener un cierto orden en nuestras calles e incluso para lograr cotas de vacunación sin parangón en el mundo civilizado.
Tiene que haber excepciones, claro. Porque sabemos que cuando esta defensa del borreguismo la hacen los líderes políticos, morales o intelectuales de los partidos; cuando, por ejemplo, alguien como Pablo Iglesias exige fidelidad de voto a los diputados; lo que se está exigiendo no es fidelidad al partido ni al programa, ni mucho menos a los principios que se supone que los inspiran. Está pidiendo fidelidad al que hace las listas. Sumisión o purga. Plata o plomo. Y eso no está bien y justifica que celebremos que haya tránsfugas y patosos, y que haya incluso Cayetanas y líderes y partidos que no pueden vivir ni con ella sin ella ni a favor ni en contra porque al fin y al cabo y pesar de todo, su mera posibilidad podría hacer, a nuestros partidos y a nuestros conciudadanos, más libres y responsables.
Y eso es algo que sí debe de pesar en la conciencia, y en el voto, de nuestros pobres diputados rasos.