Estaba a punto de volatilizarse el coronavirus cuando de pronto amanecimos con una desgracia nueva. Vladímir Putin el sátrapa desafiaba al mundo y, cumpliendo una de sus amenazas favoritas, emprendía la invasión de Ucrania para aplastarla bajo su bota.
El mundo está infestado de guerras. Ahora, las tropas rusas se pasean tan ricamente por Kiev con los tanques dedicados al deporte de embestir a los automóviles que transitan por la calzada. Día tras día se repiten las escenas terroríficas. Las peores, con diferencia, son las escenas con niños. No hay un solo canal de televisión donde no salgan niños enclenques y muertos de frío.
De noche, la ciudad parece la boca del lobo y el cielo proyecta una sombra espectral. En los edificios no se ven ventanas con luz. Las luces están prohibidas y el sueño casi que también. Todo está oscuro, pero nadie duerme porque el miedo produce insomnio.
Las estaciones de metro se han llenado de gente que reza y cabecea. De las vías sube un olor húmedo y mineral que hace toser a los niños.
En la estación de tren la gente se empuja entre sí para subir la primera al vagón. Las familias llevan a los niños en volandas. Niños que no lloran, ni ríen, y que están desfallecidos y exangües, como los del bebés del búnker. La huella del frío y el hambre les corre por las venas.
Los ucranianos que cuentan sus penas a los periodistas españoles lo hacen en un castellano fluido que no aprendieron al nacer. Algunos son deportistas, o entrenadores de deportistas, y juegan en algún equipo ucraniano. Otros proceden de algún otro país y han decidido huir de la guerra y regresar con su familia. Las fronteras no están cerca, así que cogen trenes, autobuses, tal vez aviones, hasta llegar a su patria.
Familias y más familias caminan agotadas, carretera adelante, en busca de acogida. Lluís Cortés, entrenador del equipo de futbol femenino ucraniano, emprendió un viaje para el que no estaba prevista fecha de retorno. Cuando llegó a Barcelona, habían transcurrido días.
Mientras el entrenador se abraza a los suyos para confirmar que ya está en casa, más allá de las fronteras continúa el trasiego.
La de Polonia es la frontera más deseada. Las mismas familias rebosantes de niños que salieron de Kiev son recibidas aquí con un abrazo per cápita. Nadie recibe a los refugiados ucranianos con tanta generosidad y entusiasmo como los ciudadanos polacos que se arremolinan junto a las vallas fronterizas.
Estuve en Kiev hace años, cuando Ucrania todavía formaba parte de la Unión Soviética y empezaba a vislumbrarse la glásnost que poco después impondría Mijaíl Gorbachov. Ya entonces había cátedras de español y hasta de catalán en la universidad de Kiev. Llamaba la atención el elevado número de estudiantes que dominaban nuestro idioma.
Recuerdo la pasión por Federico García Lorca y el desdén que producían algunas esculturas realistas construidas en nombre de la amistad entre Ucrania y Rusia, y que tantas sonrisas malévolas suscitaban. También recuerdo que los ucranianos nos hacían muchas preguntas sobre Cataluña. Y, concretamente, sobre Barcelona.
El otro día vi un reportaje de Guisona, un pequeño pueblo de la provincia de Lérida con mil ucranianos censados. Guisona es famosa por los ucranianos y también por los romanos, de cuya civilización se conservan innumerables vestigios.
Si no abren las fronteras de Ucrania, nosotros podemos abrir las de Guisona. Bienvenidos sean los ucranianos.