Me dirán que no hay que mezclar las cosas, pero es que han sido ellos. Los del feminismo interseccional. Los que un día te venden el feminismo como la radical creencia de que las mujeres son personas, y a la mañana siguiente te lo cobran como si el feminismo fuese un instrumento revolucionario. Un movimiento colectivo y antirracista, de clase trabajadora, anticarcelario y queer. Y estos son los días del año en que se pasa la factura y en los que tantos tienen que comprar caro, carísimo, para no parecer de derechas.
Hace dos años había que dudar del coronavirus. El año pasado había que aceptar que las mujeres eran las que más lo habían sufrido. Y este año tenemos que tragar también con que son ellas las que más sufren en la guerra. De ahí deducen que lo mejor es que ucranianos y ucranianas entreguen las armas, el país y la libertad a Vladímir Putin. Fue la ministra del asunto, Irene Montero, la que quiso convertir el 8-M y el feminismo entero en un grito contra la resistencia estéril de Ucrania. No yo.
Y fue Pablo Iglesias quien aprovechó el 8-M para decir lo más claro que han dicho él y los suyos sobre el tema. Que se rindan, por humillantes que sean las condiciones de esta rendición. Y ya conocemos las humillaciones a las que suele someter el ejército ruso a las mujeres a las que libera del fascismo. Es una posición que deja bastante a las claras el auténtico significado de ese célebre lema de la izquierda que reclama paz entre pueblos y guerra entre clases y sexos. Donde la paz es sumisión y la guerra, simple batallita por el poder y el Presupuesto.
Las mujeres, las nuestras, no pueden ni deben aguantar la más mínima humillación. Ni una mala palabra, ni una mala mirada. Ni siquiera una buena, en realidad. Las ucranianas, todas. Se les pide, se les exige de hecho, que renuncien a defender su orgullo, su honor, su vida y su libertad, y que se sometan a las vejaciones que el enemigo considere justas y necesarias.
Hay aquí también un cierto racismo. Pero quizás sea un racismo inverso. Porque son nuestras pobres mujeres las que no están preparadas para soportar una vida que las ucranianas, en cambio, ya no pueden ni soñar. A las nuestras se les hace insoportable la normalidad mientras que ellas, mujeronas del este, son capaces hasta de ir a la guerra contra Putin y soportar hambre y violencia y privaciones de cualquier tipo. Y cabe esperar que puedan, en nombre de la paz y de la no violencia, soportar cosas incluso peores.
Lo que sí es común, claro, es la necesidad de defenderlas a todas ellas de sus libres decisiones. A las nuestras no hay que dejarlas humillarse ni aunque quieran. Por eso hay que prohibir el porno y la prostitución y las minifaldas en eventos deportivos y demás. A las ucranianas hay que exigirles que se rebajen cuanto antes y a cualquier precio.
A nuestras mujeres se las reconoce como heroínas poco menos que por existir, y a las otras se les niega incluso el derecho a aspirar al heroísmo. Un derecho que, dicho sea de paso, yo me guardaría muy mucho de incentivar. No soy yo quien ha animado a Volodymyr Zelenski y a su pueblo a resistir y no seré yo quien anime a las mujeres a andar de noche solas y borrachas.
Pero aunque no haya ninguna necesidad de exigir heroísmo a los demás, y ni siquiera de recomendarlo, sí es un deber moral de primer orden el reconocerlo y apoyarlo allí donde surja. Allá donde el tóxico acose o agreda a la pobre, indefensa y desarmada, allí hay que correr en su ayuda. Por mucho que nos joda.Por mucho miedo que nos dé. Por muy caro que pueda costarnos.
Algo de razón debe de tener Camille Paglia cuando dice que este feminismo es cosa de niñas blanquitas y urbanitas de la parte otanizada del mundo y de clase media-alta. Y ayer mismo, en uno de esos periódicos interseccionados por un día, se preguntaba una chica de color (no sé si se debe o se puede llamarla así) qué espacio tenía ella y las que son como ella en el feminismo patrio.
Pues dependerá, según parece, de su cuenta corriente y de su DNI que encuentre sitio al lado de Ana Patricia Botín o junto a nuestra futura kelly ucraniana.
Es una noble ilusión del progresismo el que todas las causas igualmente nobles pueden ir juntas y de la mano y defenderse al mismo tiempo. Pero esta guerra ha suscitado un súbito, precario y contradictorio pacifismo entre nuestros más auténticos feministas. Esto revela que sigue habiendo una especie de telón de acero. Uno que separa a quienes podemos vivir en una política-ficción (con presuntas revoluciones financiadas con dinero público, dirigidas por el Gobierno y apoyadas por las elites económicas y culturales), y quienes al otro lado todavía pueden morir defendiendo la libertad y la soberanía de su país. Estos se enfrentan a un problema real: hacer frente a un dictador imperialista que usa la retórica nazi del "espacio vital" como ley natural de las relaciones internacionales.