Allá por 1946, ya ha llovido algo, el gran Raymond Chandler le escribía a su amigo Charles Morton una carta donde le daba cuenta de su experiencia como lector de The New Yorker, esa publicación que Margarita Robles no conoce y que desde las filas del independentismo se nos mienta como el oráculo de Delfos. La opinión de Chandler se sitúa en algún lugar a medio camino: la leía, pero estaba muy lejos de deslumbrarle. De hecho, le dice a Morton que quienes la escriben parecen siempre propensos a encontrar algo sucio y ocurrente que decir, y que en el fondo esa es una manera fácil de escribir que indica cierta inmadurez.
Pese a no haber sido nunca demasiado leída por estos lares, The New Yorker ocupa ahora el centro de la actualidad española. La culpa la tiene el reportaje que en sus páginas firma Ronan Farrow, hijo de Mia Farrow y otrora impulsor de la campaña de demolición de Woody Allen, y que sobre la base de un informe del instituto canadiense Citizen Lab ha desvelado un supuesto espionaje masivo a los independentistas catalanes con el sistema israelí Pegasus, del que se responsabiliza al Gobierno español.
Hay un hecho cierto y que no cabe desdeñar: el informe y el artículo no han golpeado en el vacío, desde el momento en que el Gobierno ha reconocido que el CNI tiene el software espía y que se ha empleado para espiar al independentismo, si bien alega que ha sido dentro de la legalidad. Esto habrá de verse, así como esa acusación de espionaje indiscriminado e ilícito; pero no es un triunfo desdeñable para los investigadores, la revista y los espiados haber sido capaces de sacar a la luz lo que al servicio de inteligencia le convendría que jamás se hubiera sabido. Poco o mucho, algo hay y el reportaje lo ha puesto sobre la mesa.
Otra cosa es el festival lanzado por el secesionismo con su propio hashtag, #Catalangate, gran despliegue de medios y feroz rasgado de vestiduras. Fea cosa es la intromisión en la intimidad de las personas, si se hace sin justificación ni amparo en la ley (que, de nuevo, es algo que los hechos ratificarán o no); pero no deja de sorprender la solemnidad de doncellas ofendidas con la que claman por el atropello de sus derechos fundamentales quienes, no se olvide, tienen en su currículum lo que tienen.
¿O es que no eran derechos fundamentales, entre otros el de representación política, los que arrolló un procés que trató de abolir el ordenamiento jurídico vigente para sustituirlo por leyes secretas dictadas en interés de una parte de la sociedad catalana y en contra del resto? ¿Y qué decir del coqueteo con la Rusia de Putin, que no sólo era y es el principal enemigo de la UE, sino que dirige un servicio secreto, el FSB, cuyos métodos dejan al peor que pueda usar el CNI como una travesura de novicia?
Al final, se vislumbra aquí lo de siempre: la sacrosanta ley del embudo aplicada por los iluminados de toda condición, en cuya virtud sus derechos y sus agravios pesan más que los del resto. Del mismo modo que en labios de los independentistas la Generalitat lo es de Catalunya, con tono inflamado al decirlo, y el Gobierno supuestamente espía lo es del Estado español, con desdén burocrático, mayúscula dudosa y sugestión permanente de cloacas que vendrían a ser su sistema nervioso central.
Debe la justicia española despejar toda duda al respecto, pero tal vez deberían tener cuidado estos sobreactuadores con las acciones que se plantean a propósito del escándalo que van a cebar hasta el límite de sus fuerzas. Por ejemplo, esa iniciativa de Puigdemont de denunciar al Gobierno español en Bruselas. No vaya a ser que Pegasus, entre otras miserias y juez mediante, haya servido al CNI para desvelar el cariz cloacal de sus vínculos con la potencia que a diario amenaza con reducir a la UE a polvo radiactivo. Poca simpatía va a encontrar, si ese fuera el caso.
Ya lo advierte el veredicto de Chandler citado al principio de estas líneas. Abusar de la ocurrencia y del denuesto es facilidad que denota inmadurez. Y eso, en la vida real, se paga siempre.