Ya lo habían intentado Ada Colau y Yolanda Díaz por Sant Jordi, confesando compungidas, las pobres, como confiesa Julia Otero que es de izquierdas, lo intranquilas e inseguras que se sentían ahora cuando hablaban de sus cosas. Porque a lo mejor a ellas también las espiaban. Se trataba de diluir el asunto y, sobre todo y como siempre, de sumarse al carro del vencedor, que por miserias que ahora tampoco merece la pena detallar, es hoy día el carro de los perdedores; el de las víctimas.
También Colau, con la misma claridad, lloriqueo, pausa y caradura acostumbrados, explicó el otro día el porqué de todos los movimientos de estos días: "A todos nos interesa reconducir la situación, porque la alternativa es un gobierno de la derecha y de la extrema derecha".
Toda esta polémica está condenada a acabar siendo una excusa más para alertar del peligro de la extrema derecha. No porque haya aquí una conspiración (ni siquiera en esta teoría), sino, simplemente, porque para quien sólo tiene un martillo todo son clavos. Y el independentismo sólo tiene un martillo y lo único que puede y debe ir machacando mientras le queden fuerzas es el miedo a un gobierno de la extrema derecha y la derecha extrema.
Por eso se ha ido especializando en sacar la patita por debajo de la celda, para irle señalando al sanchismo y a sus allegados el camino del consenso, el pacto, la reforma y demás sinónimos del Poder. Y por eso en toda esta campaña que han montado con las escuchas se han limitado a pedir dimisiones y responsabilidades políticas cuando lo que corresponde a unas escuchas ilegales no es nada menos que juicios y condenas de cárcel. Era lo mínimo y ni siquiera se atrevieron a intentarlo.
Porque ya lo dijo Colau: están condenados a entenderse o a perder el poder. Y es más fácil entenderse cuando se está al mismo lado de la trinchera y mucho más todavía cuando se está al lado de las víctimas que de los culpables. Es la solidaridad de los deeplyconcerneados.
También por eso el PSOE se deja arrastrar, encantado, hacia la peligrosa retórica de la podredumbre y las cloacas del Estado. Porque el único modo en que sabrán resolver este problema es haciéndole recorrer el mismo camino que a todos los demás: primero es un problema del gobierno y de sus socios; luego, un problema de Estado; y ya entonces puede empezar a ser un problema de la derecha, la extrema derecha y del franquismo enquistado en las instituciones.
Y así, víctimas todos del mismo y podrido sistema, la única distinción política, la única diferencia relevante en realidad, será entre quienes estén por la reforma en profundidad, sin apriorismos y con la mirada larga (esas cosas dicen, sí) del corrupto régimen del 78, y quienes estén, en cambio, por la involución, el oscurantismo y demás franquistadas. Es decir, y para ponerlo bien en claro: entre las fuerzas de progreso y el fascismo.
De ahí que hasta Bildu tenga ahora más sentido de Estado que nadie. Porque en manos de esta gente, que ha educado su sentido de la realidad política viendo House of Cards (la americana), ya todo es posible menos la grandeza.
Un escándalo de las dimensiones que está tomando o están pretendiendo que tome no servirá para grandes actos patrióticos de aquellos que ocurren entre bambalinas y salvan a un Estado y que sólo muchos años después recupera un historiador para salvar el honor de un Presidente poco reconocido. Cabía la posibilidad de una depuración silenciosa del deep state español (si es que existe algo digno de tal nombre, que al final parece que sólo los indepes reconocen ya la grandeza del Estado español), pero ya es tarde.
Esto no dará para ninguna heroicidad ni ninguna revolución. Ni siquiera para una triste película. Porque todo eso exige de una épica, de una grandeza, a la que nuestros dirigentes ni siquiera se atreven a aspirar.
Cabe suponer, en fin, que donde no hay espacio para la grandeza tendrá que haberlo para las elecciones.