Estaba estos días releyendo las Memorias no autorizadas de José Luís de Vilallonga, que falleció hace ahora quince años. Es una obra interesante, divertida, también trágica, pasada por el filtro (autorizado) de quien gozó una existencia rica, no me ciño al dinero.
En el detalle, podría desprenderse del libro una condición grave: ser un diamante verdadero o falso. La acusación de falsedad, el único poema que pudo dedicarle al marqués de Castellbell su última y despechada mujer (un rastro de inquina, una broza del amor) poseía quizás una verdad en su seno.
En política no existen tantas dudas sobre la condición humana. Ha habido (y las hay) buenas personas dedicadas a lo público. Incluso en el periodismo. Por buenas personas me refiero a la distancia entre la voluntad y la obra.
Sin embargo, la opinión general (a los datos me remito) de los gobernados sobre sus gobernantes arroja una opinión cristalina. Algunos todavía recuerdan el aura que rodeaba a Felipe González o a Adolfo Suárez, ambos tocados por una palabra en desuso: carisma.
De Leopoldo Calvo-Sotelo, un hombre tan honesto como efímero, se podría desprender la cosa del deber cumplido.
Después pasamos, siempre en términos subjetivos, a la hosquedad de José María Aznar, que a nadie caía bien, pero España iba como un tiro.
Más tarde llegó la afabilidad de José Luis Rodríguez Zapatero. "Talante", lo llamó él mismo, aunque se descubrió incapacidad natural de estar al frente de una nación. Su empeño en cubrir dicha impericia con toneladas de ideología (inicio del nuevo PSOE) demuestra dos cosas: mala fe y aquella falsedad disimulada que la mujer despechada atribuía al marqués.
De Mariano Rajoy no incidiremos en la ya tópica campechanía, el señor de provincias y tal, sino en la posibilidad de un buenismo de derechas. Su discurso de despedida en el Congreso, cuando el socialismo tenía preparado un pacto con las fuerzas refractarias al régimen vigente, con sus históricos enemigos (Bildu), es una prueba de verdad, lo cual le honra.
Así, retiró Pedro Sánchez al último político de aires decimonónicos, cuando habían aparecido ya en escena la exacerbada demagogia, los trajes demasiado entallados, las corbatas coloridas y el indisimulado brillo de la ambición en la mirada. También, recuerdo de un hundimiento estético, las camisas sobadas, el pelo sucio y las camisetas con eslóganes de parvulario del Averno. Un exceso que Yolanda Díaz ha entendido, si bien el acervo intelectual, indigente, sigue intacto.
La condición estética del presidente del Gobierno actual tiene poco misterio. Su golpe de partido (tradición del socialismo), así como los pactos posteriores para habitar Moncloa, ofrecen la medida del personaje.
Podría parecer la gobernanza actual una telenovela venezolana, sin muchas ambigüedades que puedan confundir al público. Sin embargo, Sánchez ejerce de seductor, marido, suegra y muchacha de servicio, al mismo tiempo. Anomalía española, la historia política podrá recoger esta situación como insólita, ni siquiera en Italia han promovido alianzas tan extrañas.
El destrozo, que apenas se aguanta gracias a ambiciones particulares, acabará en erial sembrado de puñales. Y en una nación tan arruinada como desmoralizada. Dicho de un modo tópico, es el tipo de situación, el vacío existencial que se produce cuando se apagan las luces y París ya no es una fiesta. Y el marqués ha desaparecido.