Urmila Chaudhary tenía cinco años cuando sus padres la vendieron como esclava. Sus compradores pagaron 2.500 rupias por ellas, unos veinte euros, aunque no está del todo claro que su familia llegara a recibir ese dinero, o tal vez sólo una pequeña parte, por la codicia de los intermediadores.
La niña vivió una década como kamlari, criada con un estatus cercano al de esclava, en una población remota al noroeste de Nepal, donde sufría maltrato de manera constante. Allí atendía a una familia con niños de su edad, a los que cuidaba. Una de las hijas le enseñó a leer, y eso la despertó al mundo. Entendió que no tenía por qué ser siempre así.
Akke Sartika tuvo un bebé, pero murió por el síndrome de abstinencia. Antes de esa tragedia, esta joven indonesia sufrió otras muchas como consecuencia de su adicción a la heroína. No es que visitara el infierno, es que vivía en él. Parte de su experiencia atroz la obligó a acostarse innumerables veces con sus camellos para pagar las dosis que precisaba y, también, las de su pareja.
Estas historias, y otras muchas igual de notables las cuenta con nitidez y profundidad el periodista Ángel Martínez en el libro Al sur del Himalaya (Kailas, 2022), que se ha presentado esta misma semana en Madrid.
Ni las vidas de Urmila y de Akke, ni sus dramas, tan lamentablemente comunes en muchas partes de Asia, copan los informativos de medio mundo, como sí lo hacen ahora las tragedias que concurren cada día en Ucrania. Tampoco aparecen, salvo en medios especializados, crónicas sobre las barbaridades que salpican de sangre el globo terráqueo. Esas que suceden en guerras invisibles, como las de Yemen o Etiopía.
Por supuesto, la culpa no la tienen los ucranianos, esos héroes que siguen luchando por no sucumbir a Vladímir Putin. Por no perder su país. Para que no los masacre, una vez concluida la contienda, el invasor.
Pero no es menos cierto que Occidente se ha sensibilizado con el conflicto de Ucrania como no lo ha hecho en otros lugares. Por supuesto, que el país agredido esté ahí al lado es importante. Sin duda, que Putin represente una amenaza también para el resto de europeos es otra. Que el suministro de gas a tantos países esté en juego resulta claramente relevante. Y que Volodímir Zelenski haya vendido al mundo su necesidad de apoyo como quizá nadie lo haya hecho hasta ahora también cuenta.
Desde luego, Ucrania no es responsable de que al mundo le importe su guerra. Aunque, claro, aprovecha la circunstancia para recibir, junto a la atención internacional, ayuda militar y económica.
Pero a casi nadie le importa que el conflicto armado en Yemen haya causado más de 10.000 víctimas infantiles.
Que en la República Centroafricana un tercio de la población haya sido obligada a desplazarse.
Que los niños sean soldados y que las mujeres sean violadas en Tigray, al norte de Etiopía.
A nadie parece importarle que la miseria sea una constante en gran parte del mundo.
Urmila y Akke lograron escapar de su infierno personal. Ucrania, algún día, dejará de ser noticia. Pero los olvidados del mundo seguirán donde están hoy, a la luz invisible de unos focos rotos que, en el fondo, nadie se ocupa en reparar.