Debe ser cosa interiorizada en mi infancia, barros de aquella gota malaya del "¿si tus amigos se tiran por un puente, tú también te tiras?" de mi madre, que nunca me ha servido para justificar nada el hecho de que otros también lo hagan. Por eso se me llevan los demonios cuando leo pretendidas defensas de Juan Carlos I estos días que se basan en que otros han robado más y ahí están, de rositas.
¿Eso es lo mejor que se nos ocurre? ¿Qué otros lo hicieron peor? ¿Que algunos aún lo hacen? El "y tú más" de la niñez elevado a categoría de razonamiento respetable. Lo que hay que ver.
Es la trayectoria vital, más aún la de aquellos que desempeñan un papel institucional, una evaluación continua. Y así como, efectivamente, es lícito reconocer, celebrar y agradecer aquello que se hizo bien, es justo y necesario censurar y señalar lo que no. Imprescindible, diría, si, si queremos ser justos.
Ni lo primero disculpa lo segundo, ni lo segundo anula lo primero. Ni mucho menos, seamos serios, que otros lo hagan. Sólo falta un perro comiendo deberes y un profesor que le tenga manía en alguno de los alegatos que estamos leyendo estos días. Qué párvulas argumentaciones, qué genuflexiones dialécticas con tufillo tardocortesano.
El exjefe de Estado debe una explicación por su reprobable conducta, qué menos, sin que esta suponga una enmienda a la totalidad a todo su reinado ni sea representativo, por poderes, de la monarquía parlamentaria como forma de gobierno.
Ni son justos los unos cuando pretenden que eso sea evidencia de lo dañino e innecesario de toda una institución, ni los otros cuando enarbolan su papel durante la Transición como patente de corso para trapacerías posteriores.
Y no se trata de equidistancia, sino de ecuanimidad: alterar nuestro fotómetro moral para que el gris medio ético se sitúe donde a nosotros nos interese dependiendo de a quién enfocamos en cada momento es tan útil, en realidad, como hacernos trampas al solitario. Evitémoslo, si no es por honestidad intelectual, al menos que sea por decoro.
Al final, las actitudes son las mismas en uno y otro lado, como hooligans inasequibles al desaliento jaleando cada uno a su propia rockstar por idénticos motivos: es la suya.
Y a mí, que en los que defienden las ideas contrarias a las mías me irrita el armadijo pero, en los que coinciden, me irrita y me entristece, me da la sensación de que hemos comprado el tablero de juego de los peores populismos.
Y ahí no tenemos ninguna posibilidad de ganar la partida los que creemos en la razón y la verdad, retrorrevolucionarios, porque las reglas son líquidas y siempre van a favor de viento del que desprecia un acuerdo de mínimos en la conversación pública y exhibe nulo respeto, incluso desconocimiento, por la idea de democracia y de cualquier valor que recuerde a algo parecido a la tradición.
Creo que la mejor defensa de don Juan Carlos en estos momentos no es, precisamente, la del " tú más" con esputos disfrazada de erudición, ni la disculpa condescendiente, casi prefúnebre, del "tenía sus cosillas". Comprar ahora como argumento aceptable ese enunciado pueril es conceder que en el contrario también tenga validez. Pocos lloros pues llegado el momento.
Yo no tengo la fórmula perfecta, lo admito. Me acojo a mi derecho, ahora que todo son derechos, a citar al gran José Ignacio Wert y su "algo habrá que hacer con Juan Carlos". Lo que sea. Y creo que urge hacerlo porque lo que nos jugamos es algo más que una regata en Sanxenxo o el rango apropiado de sus exequias llegado el momento.
Lo que nos jugamos es la salud de nuestra democracia, que en este momento es acechada por falsos demócratas carentes de ideal democrático y que suponen el verdadero peligro para nuestras libertades. Es la monarquía parlamentaria, aquí y ahora mismo, la única fórmula garante de esta.
Defender la monarquía es hoy, por lo tanto, defender la democracia. Pero a Juan Carlos, por favor, defiéndanlo algo mejor. Todos nos merecemos llegado el momento, incluso él, un mejor amigo que sepa medir el halago y un peor enemigo que haga lo propio con el denuesto.