Hay algo hipnótico en el ejercicio de seguir los parlamentos, por llamarlos de alguna forma, que despachan casi a diario los dos rostros más destacados de la televisión estatal rusa: Olga Skabeeva y Vladimir Solovyov. Una parte del efecto se debe sin duda a la intrincada belleza del idioma ruso, para los que no somos capaces de entenderlo y sin embargo nos percatamos de la musicalidad extraordinaria que lo caracteriza. El resto debe achacarse a la virulencia del rencor que los dos comunicadores (llamémoslos así) exudan en cada gesto y cada mirada.
Tan feroz resulta que casi ni hace falta leer los subtítulos en inglés con los que muchos seguimos sus intervenciones, gracias a la labor de periodistas como la estadounidense Julia Davis. La gestualidad arrogante y pendenciera, la mirada menospreciativa y despótica, delatan al instante que Solovyov o Skabeeva están hablando de los ucranianos, de Occidente o de cualquiera de los gobernantes o periodistas, occidentales o no, que no aplauden con las orejas los dictados de Vladímir Vladimiróvich Putin, el amado líder que sin embargo, según ellos, nada impone.
Cuando uno los ha visto ya unas cuantas veces, empieza a temer el momento en el que en sus pesadillas, en reemplazo de, pongamos por caso, Freddy Krueger o Nosferatu, se deslizarán Olga o Vladimir, con sus ojos inyectados en sangre y su letanía interminable de horrores atómicos, limpiezas, desnazificaciones y erradicaciones varias. Sólo les falta reírse con eco cada vez que recuerdan que Rusia posee un misil capaz de exterminar toda forma de vida en la isla de Gran Bretaña o que a los ucranianos que no se rindan sólo les aguarda la completa aniquilación
Quizá lo más siniestro de esta gente, aparte de su destreza para convertir en repelente herramienta de destrucción algo tan hermoso y constructivo como es una lengua, sea la alegría tan absoluta, tan sin fisuras, que exhiben cuando se recrean en la idea de machacar, humillar o esclavizar al prójimo. Se diría que entran en trance, como si de nada les hubiera servido la larga y escalofriante historia de la infamia que, dicho sea de paso, hizo picadillo a tantas decenas de millones de sus compatriotas.
Hay algo desolador en esta capacidad del ser humano para hallar semejante deleite en el dolor ajeno. Viendo a Solovyov y a Skabeeva, uno se imagina lo que debía de ser escuchar a Hitler o a Goebbels, otros dos alucinados que fantaseaban en éxtasis con el aplastamiento de todo aquel al que consideraban como Feind, esto es, como enemigo de la nación y la raza alemanas. A veces el manejo de verbos, sustantivos y adjetivos resulta mucho más peligroso que el de balas, bayonetas y proyectiles de mortero.
A fin de cuentas, una bala o una bayoneta matan a un hombre, y un mortero, dependiendo del calibre, a una docena como mucho. En cambio, una sola palabra desalmada puede acabar llevándose por delante a miles. Incluso a millones.
Recuérdense aquellas dos del siglo pasado: Untermenschen y Endlösung. Y ahora nos llega esta otra: desnazificar. Sarcasmo llevado al paroxismo es que se diga querer extirpar de Ucrania el talante y la actitud que, sobre todo, le llegan atornillados a las cadenas de los blindados rusos, cuyos ocupantes no se privan, si así se les ordena, de arrasar ciudades y asesinar civiles.
Siendo todo lo anterior un espanto, lo que más nos debería desmoralizar es que en pleno siglo XXI, con tantos medios para conocernos y conocer la cultura de los otros, hayamos recaído en la vieja enfermedad del odio y sea en sus idas y venidas en las que se dirime, en mayor o menor medida, el futuro común. Los rostros de Skabeeva y Solovyov son los de nuestro rotundo fracaso como especie. Y los del suyo como seres racionales.