Alberto Núñez Feijóo no es Pablo Casado y se le nota. También lo nota Pedro Sánchez, al que se percibía tan cómodo con el PP de Casado como se le intuye incómodo con el de Feijóo. Y no sólo por las tendencias que apuntan los sondeos.
Ayer en el Senado, estreno del gallego en la política parlamentaria nacional tras dos décadas dedicadas a la regional, esa incomodidad traslució cuando Sánchez calificó de "estorbo" a la oposición. Un exabrupto, como muchos de los errores de Casper Ruud en la final de Roland Garros contra Rafa Nadal, no provocado por el contrario, sino más bien por su aura de rocosa invencibilidad.
Y eso a pesar de que el objetivo obvio de Feijóo en su primer cara a cara contra el presidente no era dejarlo fuera de combate, sino superar el examen sin mayores contratiempos, foguearse y salir sin rasguños del que será a partir de ahora, y hasta las próximas elecciones generales, su escaparate frente a los ciudadanos españoles.
La andanada de Sánchez sorprendió tanto en el PP, al menos oficialmente, como poco entre los periodistas parlamentarios que conocen lo que se cuece en la Moncloa. Porque el PSOE pasó hace mucho tiempo el punto de no retorno en su estrategia de oposición al PP. Una estrategia diseñada contra Casado y el Vox de 2019 (mucho más aterrador que el de 2022) y que ahora debe aplicar contra Feijóo como quien sigue utilizando una trampa para codornices cuando lo que tiene delante es un oso.
Tanta velocidad, en fin, ha adquirido Sánchez en sus admoniciones contra el presunto apocalipsis ultraderechista futuro que un viraje súbito hacia una política de mano tendida amenazaría con romperle de un latigazo el espinazo al partido y alienar a esa parte del electorado socialista que es ideológica y emocionalmente más yolandista que sanchista.
Feijóo tiene una ventaja obvia sobre Pablo Casado, que es lo mismo que decir sobre Pedro Sánchez. Y lo explico con un ejemplo personal. He hablado dos veces cara a cara con Pablo Casado. En las dos ocasiones salí convencido de que es un político tan amable, culto (en el sentido en que eran cultos los políticos de la Transición en comparación con los de hoy) y dotado de todas las capacidades necesarias para gestionar el país como inseguro acerca de la imagen que debía dar como político. Es probable que esa inseguridad la hubiera paliado el ejercicio del poder. Pero no hubo tal ocasión.
Un defecto, el de la inseguridad, que Sánchez detectaba por cierto a simple vista, como un tiburón huele la sangre a kilómetros de distancia.
Son esas dudas (que se concretaban en inseguridades de todo tipo, en indefiniciones ideológicas y en otras vulnerabilidades evidentes para cualquiera con ojos en la cara) las que le llevaron a poner el partido en manos del general secretario Teodoro García Egea. También a librar (o a ser incapaz de esquivar, como prefieran) una batalla en campo abierto contra Isabel Díaz Ayuso, la política más popular del partido.
Y, finalmente, y como consecuencia de todo ello, a su salida del PP.
Algo, por cierto, que demuestra la conveniencia de que los partidos españoles se planteen la incorporación a sus estatutos de una fórmula similar a la de la moción de censura de los tories británicos como esa por la que acaba de pasar Boris Johnson. Porque con dicha fórmula, la crisis en el seno del PP se habría resuelto con una votación secreta, un arma cainita aunque educadamente civilizada, y no con manifestaciones callejeras y un alzamiento despiadado de los barones del partido.
Pero de vuelta al Senado.
Decía el editorial de ayer de EL ESPAÑOL sobre el primer debate electoral de la campaña andaluza que "un observador imparcial de algún país lejano que no tuviera ni la más remota idea de quiénes eran las seis personas que ayer debatían en La 1 no habría tenido ninguna dificultad en identificar al presidente y, por descarte, a los cinco aspirantes al trono de la Junta. Incluso con el volumen de la TV silenciado".
Ese observador habría tenido muchas más dificultades ayer en el Senado para identificar al presidente y al aspirante. Porque el que salió al ataque, como si fuera el pretendiente y no el vigente campeón, fue Sánchez frente a un Feijóo cuyo tono parlamentario va a parecerse mucho más al de Juanma Moreno en Andalucía que al de Ayuso en Madrid.
Sánchez el resistente, rocoso fajador, no tenía problemas para ventilar una y otra vez a un boxeador como Casado que solía actuar espasmódicamente, como si tuviera un plan diferente para cada asalto, pero sin ninguna lógica subyacente.
Pero veremos cómo le va al presidente con un judoka como Feijóo cuya estrategia será la de aprovechar la propia energía del contrario para anular su esfuerzo y mandarle una y otra vez al tatami. La única duda es la de cuántos costalazos harán falta para que Sánchez se dé cuenta de que Feijóo no es Casado, sino alguien bastante más peligroso para sus intereses.