Sabe a poco la polémica por el obispo de Huelva que en el Rocío pidió a los cristianos que votasen en conciencia y todo el mundo entendió que pedía el voto para Vox.
Algo normal, y probablemente cierto, cuando lo cristiano era votar por el respeto a la vida humana desde la concepción, la familia como unión estable, el derecho de los padres a educar a sus hijos en sus propias convicciones morales y religiosas, el respeto a la dignidad de la persona o la ayuda a los más débiles de la sociedad.
Y cuando pocos cristianos deben haber tan cucos como aquel que votaba a Podemos porque Jesús expulsó a los mercaderes del templo.
Que la Iglesia, con lo que ha sido, esté ahora pidiendo el voto para Macarena Olona, que ni es ni será, asumimos, la opción mayoritaria de los andaluces, dice mucho de nuestra época. Y es medio normal que a la politología el discurso de Olona le suene ya a vuelta al Medioevo.
Y quizás tengan razón y esas sean, en realidad, las dos alternativas que le quedan a nuestra civilización. O la vuelta al Medioevo que ve la politología cada vez que la derecha pronuncia antiguas verdades (y que vieron todavía mejor Michel Houellebecq en Sumisión y el merengue en Saint-Denis). O el eterno progreso, que es un regreso al paganismo y a la adoración de la madre tierra y otros dioses semejantes.
Porque vivimos quizás de la ilusión de que a la moralina cristiana de olonas y obispos la sustituya un ateísmo de corte humanista y científico y demás. Vanas ilusiones. El ateísmo es un lujo que sólo pueden permitirse algunas almas superiores, decía Friedrich Nietzsche. No las sociedades.
Las sociedades no soportan el vacío y ya vemos que el espacio que deja el discurso medieval lo va llenando con absoluta naturalidad la fe ecologista en la madre naturaleza o la feminista, en las Amber Heard o las María Sevilla de cada momento.
En este panorama, la vuelta al Medioevo es poco más que una ficción consoladora para ateos voluntariosos, porque incluso el mismísimo papa habla ya de la tierra como de "nuestra madre" y los enchufados de Vox pueden hacer y cobrar de noche los cursillos escolares en igualdad de género que condenan de día.
Es algo que no puede suceder al revés. Y a ningún progresista se le escaparía, por ejemplo, llamarle persona al feto o poner en duda la ley del divorcio. Porque la historia y el presupuesto avanzan, implacables, en una única y misma dirección. Y los cristianos progresistas que haya en el Congreso, andaluz o el que sea, pueden votar y declamar en favor de la eutanasia y llegar a misa de 8:00 sin prisa y sin escándalo porque, en el fondo, nadie creerá que crea. Nadie creerá, ¿cómo podríamos?, que las convicciones religiosas del progresista pudiesen afectar a su agenda legislativa.
Todo lo que podemos esperar y todo lo que a veces nos es dado son extrañas contradicciones o discusiones sobre qué es lo que nos manda el feminismo (cómo proteger mejor a las mujeres o si hay que proteger a una mujer o a otra) o sobre qué sacrificio es exactamente el que la tierra exige en cada momento. Pero estas contradicciones y discusiones son de lo más lógicas en unas creencias que no están buscando la verdad, sino el poder.
Porque eso es lo propio del paganismo, antiguo o moderno: que la moral la dicte el poder. Y no al revés, como pretendía, ya se ve que en vano, ese pobre obispo de Huelva.
Y en eso estamos.