El otro día tuve la oportunidad de conversar con un español que está casado con una rusa y que tiene con ella dos hijos que además ostentan esa nacionalidad. Él es un apasionado de la cultura rusa, a la que ha dedicado meritorios trabajos. Entre otras cosas, me dijo que cuando sale el tema en la tele prefiere apagarla y que espera que Vladímir Putin no llegue a decretar la ley marcial, porque eso significaría la movilización de uno de sus hijos y colocarlo en el dilema de desertar o jugarse la vida.
Me hizo alguna otra confidencia que como su nombre omito por discreción. Pero la conversación me dejó pensando, hasta hoy, sobre eso en lo que no solemos pensar cuando se desatan las hostilidades, sean del tipo que sean y sea cual sea nuestra implicación en ellas: qué pasa con quienes se quedan atrapados entre las dos trincheras, que son más de los que creemos.
Me acuerdo, por ejemplo, cuando allá por el año 2002 los marroquíes tomaron el islote Perejil y en España emergió con cierta virulencia un estado de opinión que incitaba a la guerra con Marruecos para vengar la afrenta. A alguien le oí decir en aquellos días que había que mandar una escuadrilla de F-18 y arrasar Rabat. No tuve más remedio que responderle que si se enteraba antes me lo dijera, para dar aviso a mi tía, española y residente en Rabat, de que los suyos iban a bombardearla.
Finalmente esa borrachera bélica, a la que no permaneció inmune quien entonces gobernaba, se redujo a una operación quirúrgica sobre el propio islote que la profesionalidad de los soldados del Mando de Operaciones Especiales (MOE) a los que se encargó el asalto permitió zanjar sin bajas propias ni ajenas. Pero fueron días malos para quien vivía entre las dos orillas.
La guerra de Ucrania ya está siendo larga y todo nos lleva a augurar que será más larga todavía. Se puede desde fuera creer que un ruso, o alguien con familia rusa, lo tiene tan fácil como renegar del tirano megalómano que después de acogotar, exiliar o liquidar a sus opositores pretende laminar a un país que de su futuro osa esperar algo más que acatarlo como supremo líder.
Sin embargo, a medida que avanzan los días, y la aversión al déspota se expande y se convierte en aversión a lo ruso y a los rusos, en general, más cuesta arriba se le pone a quien tiene un vínculo afectivo con ese pueblo saldar el problema de modo tan expeditivo. Quien se siente rechazado, por lo que es o por lo que forma parte esencial de su vida, tiende a anteponer el dolor que eso le causa a la revisión crítica de los errores de los suyos.
Hay algo que falla en Rusia, a estas alturas nos cuesta a todos no sentirlo: algo que determina que se conforme con la sumisión a un sistema corrompido y administrado por mentes mediocres que apenas aporta hoy a la construcción de un futuro común para la humanidad y sólo puede presumir (y presume, en el prime time de su televisión domesticada) de sus armas y sus logros destructivos.
Y sin embargo, cuando nos dejamos ir por la pendiente de la rusofobia, no sólo abandonamos en el limbo a aquellos de nosotros a quienes concierne de manera más íntima la tragedia. También distorsionamos el análisis.
En estos días alguien ha recordado oportunamente que los sistemas de armas rusos dependen de componentes críticos, electrónicos y de software, que les han suministrado empresas alemanas y francesas. O lo que es lo mismo, que si alguna vez cae sobre París o Berlín un misil Sármata, como cada noche desea salivando el locutor ruso Solovyov, llevará en sus tripas tecnología francesa o alemana, sin la que no alzaría el vuelo.
[Opinión: Los rostros del odio de la televisión estatal rusa]
Detalles como estos, sin dejar de ponderar el arrojo de los ucranianos para defenderse ni las atrocidades rusas, nos invitan a pensar que todo es siempre más complejo de lo que parece.