Se va Mónica Oltra con la cabeza muy alta y los dientes apretados. Apretados porque esto, dice, y como ya casi todo, es un triunfo de la extrema derecha. Y con la cabeza bien alta, porque no mintió.
Al menos en esto tiene razón. Oltra ha dimitido cuando dijo que lo haría en su célebre discurso, tan recordado pero tan poco comprendido, contra Francisco Camps:
"Desde la política y desde la moralidad", empezaba Oltra, haciendo suya la clásica separación maquiavélica que tan buenos ratos le está dando a la nueva política. "El día que me vea imputada, vilipendiada, con todas las mentiras, siendo la risa de toda España y apareciendo más en los humoristas que en las noticias, ese día me iré a casa".
Ese día y no antes, cabe aclarar. Porque la imputación, que se presumía condición necesaria y suficiente en gentes como Ada Colau y que lo fue de hecho en otros menos presumidos, como Jordi Cañas, no era para Oltra condición suficiente y quién sabe si necesaria.
Y no ha sido hasta "verse convertida en la risa de toda España" (o casi) y "apareciendo más en los humoristas (sic) que en las noticias", hasta verse convertida en meme por sus bailecitos del sábado, que se ha visto obligada a irse a casa.
Y si lo de dimitir por imputación es ya una mala idea, dimitir por chiste es peor. La primera es una promesa populista, cesarista (por lo del césar tanto como por lo de su mujer), y que deja a los cargos electos en manos del primer juez un poco pasado de celo o demasiado politizado. Pero al menos existen ese juez y esos procedimientos. Al menos la imputación ha pasado ya un filtro y un cierto escrutinio público.
Lo que Oltra prometió y lo que Oltra ha cumplido es mucho peor. Porque los deja en manos de los humoristas, de los bufones, del primer gracioso de Twitter. Y la gracia de la gracia es que no tenga más filtro que el del chistoso ni más criterio que el de provocar la risa.
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Es la pura arbitrariedad, que hace que si el humorista es bueno acabemos riéndonos hasta de lo que tengamos por más sagrado, y que arrastra con ella cualquier principio sólido o justo que en otro contexto, en el contexto de la política o el de la opinión pública, por ejemplo, deberíamos defender y defendemos a capa y espada.
Por eso estos días hemos visto a tantos de sus colegas y a tantos periolistos arrastrarse con ella por el fango, condenados a tratar de salvar su honor cuando les hubiese basta con defender sus derechos.
Alguien decía que quien no cree en Dios está condenado a creer en cualquier cosa. Pero aquí más bien parece que quien no cree en la presunción de inocencia está condenado a no creer en nada. A convertirse en un cínico capaz de reducir a chiste hasta sus principios supuestamente más fundamentales, como la violencia sexual en este caso, y cualquier causa noble, a una mera lucha sectaria por el poder.
Si creyesen en la presunción de inocencia se ahorrarían estas cosas y estos ridículos. Pero si creyesen en la presunción de inocencia no podrían presumir de ejemplaridad prometiendo que ellos sí que dimitirán cuando los imputen, ni mojar pan en cada sentencia judicial, les guste o no. Porque ellos y el discurso antisistema de la persecución ganan incluso cuando pierden. Por aquello de que si ganan, se hace justicia. Y si pierden, se demuestra la injusticia fundamental del sistema.
Renunciar a eso sería renunciar a mucho. Demasiado. Y es normal que Oltra se haya conformado con renunciar a la lucha por la justicia social, y la democracia, y todas las cosas buenas, y dejarla en manos de tuiteros, bufones y periodistas afines. Aunque entiendo que ella no vea la gravedad. Ni la diferencia.