Cuando en un debate como este unos lamentan la prohibición y otros la división, ya se sabe quién ganará. Los tiempos van a favor del aborto y de su legalización, y la sentencia que anula Roe vs. Wade es sólo una de las muchas piedras en el camino del llamado progreso.
Lo que sí parece poner en juego, ya no la sentencia, sino estos mismos tiempos, es el futuro del régimen constitucional. Y no sólo en Estados Unidos, sino en Occidente entero.
Lo que está en cuestión es el propio sentido y función de la Constitución, donde las viejas leyes y morales ponen límite y trabas a los nuevos principios y eventuales mayorías y apetencias. Y que se parece mucho más a lo que entienden estos jueces tan parodiados, originalistas y contextualistas (como si formasen parte de una oscura secta), que a todos aquellos que leen la sentencia no por su adecuación a la Constitución o por su rigor justificativo, sino por su conveniencia histórica o política.
Al fin, por aquello de la separación de poderes, la función de los jueces, y de estos en particular, no es hacer leyes sino hacerlas cumplir. Y Roe vs. Wade era una lectura forzada de la Constitución que se había excedido en las funciones del Supremo, quitando el poder de legislar a los legisladores, a los Estados. Que en una república federal, que no es una nación de naciones pero casi, es garantía de pluralidad y de libertad.
Incluso, como dicen, de la libertad de votar con los pies, que ya es decir.
Que estos días se hable más de acabar con el Supremo que de enmendar la Constitución da buena cuenta de que el problema está en el bando progresista, que mira ahora el futuro con recelo y que ha dejado de soñar con la desaparición de los conservadores, superados por la historia, y con la llegada, finalmente, del reino de la libertad.
En este debate, los progresistas ven bien que tan difícil es consensuar una ley sobre el aborto con los republicanos como hacerlo entre ellos. Que tampoco ellos tienen una moral propia y que el famoso consenso, que siempre busca quien confía en ser consensuador y no consensuado, es casi imposible de lograr siquiera entre los demócratas que creen que debería poder abortarse hasta la última contradicción y quienes defienden una ley de plazos mucho más parecida a la nuestra.
Porque parece que a una y a otra ley no las separen unas semanas de embarazo, sino una civilización.
El consenso necesario, el consenso que ya ni se busca entre unos y otros, entre quienes rozan el infanticidio y quienes coquetean con la prohibición, es un consenso que no se construye con lemas como el de "mi cuerpo es mío" o "mi cuerpo, mi decisión". Un lema y un principio liberal-cristiano en sus fundamentos y, por lo tanto, insostenible en la nueva democracia posliberal y poscristiana.
Y por eso su cuerpo es sólo suyo en el caso del aborto, pero no en el embarazo subrogado o en la prostitución. Porque ese cuerpo que ya no es de Dios deberá ser ahora del Estado.
Es sabido que la diferencia fundamental entre tener una sociedad plural y una sociedad dividida es en qué lado te encuentres del poder. Pero es bueno recordar que, en todo caso, en una democracia liberal, con sus poderes tan repartidos, tan divididos, es posible estar en el poder y en la oposición al mismo tiempo. Incluso sin ser de Podemos. Y que una nación dividida contra sí misma no puede permanecer.