Con ese mismo título, La trampa balcánica, desarrollaba el historiador Francisco Veiga uno de los mejores ensayos que se han escrito sobre ese rincón oriental de Europa.
Si el comunismo no había sido una anomalía, ni tampoco una experiencia desgajada de la historia, sino que guardaba una dilatada lógica política, el asunto acabó, al menos para Yugoslavia, con un precio altísimo: desmembración y guerras civiles. Matanzas que muchos todavía guardamos en la memoria, como la del mercado de Sarajevo.
Sin embargo, y como viene siendo habitual para la opinión pública respecto de cualquier guerra más o menos cercana, la atomización yugoslava se convirtió en un gran enredo bañado en sangre. En un espectáculo de crímenes nacionalistas.
Los medios de comunicación enseguida decidieron quiénes eran los buenos y quiénes los malos.
Buenos fueron los bosnios, aunque estaban financiados por los árabes, que veían así la oportunidad de meterse en Europa. También Croacia, financiada por Alemania, despertaba simpatías. Naturalmente, las masacres perpetradas por estas dos últimas repúblicas fueron cautelosamente silenciadas por la prensa occidental.
Los malvados de verdad eran los serbios, últimos defensores de la unidad del país de Tito. De hecho, y como postrer escarmiento, Belgrado fue bombardeada en 1999 bajo la orden del socialista Javier Solana, a la sazón secretario de la OTAN. Ay, Guernica.
Mucho ha llovido desde entonces y, gracias al cielo, las tensiones son menos acaloradas. El nacionalismo serbio tiene en el tenista Novak Djokovic a su figura más conocida. También por encabezar el movimiento mundial antivacunas.
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Y el punto espinoso, hoy, en los viejos Balcanes sigue siendo Kosovo, que los serbios consideran, apelando a su gloriosa historia, parte inseparable del propio terruño.
En este conflictivo asunto, España forma un pequeño grupo de Estados que no reconoce la independencia declarada alegremente por los kosovares. Y no lo hace por el temor de que tal reconocimiento pueda abrir el melón de los nacionalismos ibéricos. Ya tirando a muy maduro, por cierto.
Pedro Sánchez se ha dado estos días un garbeo por aquel viejo polvorín de Europa. Con aires triunfales y recibido con mucha pompa (Belgrado amaneció colorida de banderas rojigualdas), el presidente español ha sido el encargado de dar un empujón a las negociaciones de ingreso en la UE de varias naciones del lugar, como Albania o Macedonia del Norte, desbloqueadas las reticencias búlgara o griega.
A Sánchez (que ya fue de mozo asesor de Carlos Westendorp en la misión de la ONU en Bosnia) se le ve ufano cuando sale de España. Está contento.
No es de extrañar, visto el revoltoso patio que es su Gobierno, mezcla imposible de feministas desquiciadas, monstruosas vanidades y hombres grises. Quizás está proyectándose un futuro por los mundos de Dios, lejos de esta nación tan complicada.
Pensaba estos días en el símil americano. Si la dinámica tradicional de los presidentes de EEUU ha consistido en un primer mandato exterior (casi ninguna de sus atribuciones se sale de ese ámbito) y un segundo interior, Sánchez podría estar ya ocupado en resumir su primer y probable único mandato en la política exterior. Seguramente por inteligencia y, también, porque sabe que en España no es muy querido.
Cumplida con éxito la última misión exterior, los Balcanes pueden no ser para él, precisamente, una trampa. Sino un escalón ya superado hacia un futuro prometedor en las esferas internacionales.