Estábamos tan ocupados olvidándonos de Afganistán, ese país que tanto nos importaba (y donde esta misma semana una bomba mataba a una docena de personas en una mezquita de Herat, la capital de una de las dos provincias administradas en su día por España), y ahora se nos acumula el trabajo y hay que ejercitar la desmemoria y la indiferencia con Irak, otro país donde en los últimos veinte años hemos estado presentes.
Llegamos allí en 2003, más en concreto al puerto de Um Qasr, cerca de Basora, donde un contingente de la Armada se ocupó de garantizar la seguridad y prestar ayuda humanitaria en un lugar estratégico, desde el que se exporta al mundo una buena parte de la gran riqueza de Irak, su petróleo.
Seguimos después asumiendo la responsabilidad sobre dos provincias, Al Qadisiya y An Nayaf, de mayoría chií. En Nayaf, por cierto, se encuentra el sepulcro de Alí, el gran imán de los chiíes, lo que no dejó de tener sus consecuencias de la mano de un tal Muqtada al Sáder y sus milicianos del llamado Ejército del Mahdi.
Tras el asalto a la base española de Nayaf, en abril de 2004, justamente por las milicias mencionadas, que reaccionaron con furia a la captura por los estadounidenses del lugarteniente de Al Sáder en la ciudad, Zapatero retiró las tropas.
No acabó ahí sin embargo nuestra implicación.
Volvieron los españoles para instruir y apoyar a las tropas iraquíes en su campaña contra el Estado Islámico. Allá por el verano de 2017 andaban tomando junto a ellas los últimos bastiones del califato en la raya entre Irak y Siria. Y aún hoy tenemos militares destacados en Irak.
Pues bien, a lo largo de esta semana ha habido violentos combates tanto en Um Qasr como en Nayaf y Bagdad, entre los partidarios de Muqtada al Sáder y los del presidente Al Maliki, que disputan a cuenta del resultado de las últimas elecciones. Los dos son chiíes, pero se odian con esa ferocidad que sólo cabe entre correligionarios, y ambos disponen de milicias armadas: Al Sáder de sus milicianos del Mahdi, a quienes Estados Unidos nunca consiguió reducir, y Al Maliki de las que se armaron en su día para acabar con el Dáesh, con apoyo remoto de Irán.
No han sido unos meros tumultos. Los partidarios de Al Sáder asaltaron la llamada zona verde de Bagdad e irrumpieron en el palacio presidencial y en el Parlamento. Hubo muertos en las filas de las fuerzas de seguridad y en las de las milicias. Se llegaron a apoderar del puerto de Um Qasr y de uno de los más importantes campos petrolíferos en la región de Basora. Al final Al Sáder hizo un llamamiento a los suyos y el país ha vuelto a una calma tensa que en cualquier momento puede romperse y dar paso a una guerra civil de impredecibles consecuencias.
Estos son los frutos de la política occidental para rediseñar el país que se extiende entre el Tigris y el Éufrates, donde nació la escritura y se compuso la primera epopeya conocida, el Poema de Gilgamesh. Un destrozo sin paliativos que prorroga un siglo de desastres, gracias a los que en nuestros despachos del poder se juzgan capacitados para redibujar mapas de tierras lejanas y organizar el gobierno de los demás, supliendo sus carencias.
La cosa viene ya de lejos, de esos Picot y Sykes que trazaron con su acuerdo el mapa de Oriente Medio en el siglo pasado, o más bien de sus respectivos jefes, el francés Clemenceau y el británico Lloyd George, asesorado por un tal Winston Churchill; pero en lo que a este siglo incumbe, son otros los nombres que han de quedar para la historia universal de la incompetencia. George W. Bush, Tony Blair y un solícito, despeinado y sonriente auxiliar que se fotografió con ellos en las Azores y nos embarcó a los españoles, contra nuestra opinión, en el fallido empeño.
Qué bien les viene, a los tres, que ahora nos olvidemos de Irak.