Desde el principio de las sociedades humanas organizadas, una de las cuestiones fundamentales, si no la principal, ha sido la del sostenimiento de los gastos públicos, O, lo que es lo mismo, de los que cada una de estas sociedades ha considerado como de interés común.
Los conceptos aquí incluidos han evolucionado, desde los necesarios para hacer la guerra y atestiguar la gloria del líder o los dioses hasta los modernos servicios públicos. Pero lo que en esencia se ha mantenido es el modo de costearlos.
Desde el principio, el sistema tributario se ha basado en imponer exacciones a los débiles que no pueden eludirlas, dada la imposibilidad de gravar a los fuertes, provistos de toda suerte de herramientas para eludir las ansias recaudatorias del fisco. En la Castilla del siglo XVI los muchos gastos del rey-emperador Carlos V los pagaban los pecheros, esto es, las capas populares, en tanto que los nobles y los eclesiásticos estaban exentos. En el mundo globalizado del siglo XXI, los Estados, que saben que nunca van a poder hincarle el diente a la riqueza de los Gates, Bezos o Zuckerberg, crujen a los trabajadores, por cuenta ajena o propia, que son los principales paganos de sus facturas.
Lo que sostiene el tinglado son tributos como el IVA, que lo pagan hasta por productos de primera necesidad ciudadanos sin capacidad contributiva, o los distintos impuestos sobre la renta —desde el así denominado hasta el de sucesiones y donaciones, sin olvidar las cotizaciones a la Seguridad Social—, que recaen onerosamente sobre las clases menos acomodadas y sobre las pequeñas empresas, mientras que apenas inmutan a las grandes fortunas individuales o a las compañías con tamaño y recursos para optimizar las consecuencias fiscales de su actividad.
Si esto es una fatalidad a la que no cabe sustraerse o una opción política que debería revertirse algún día de una maldita vez, es cuestión sobre la que especulan los teóricos tributarios. Los hay que sostienen la imposibilidad de gravar el capital, que siempre puede huir o trasladar la carga a otros; los hay que creen que esto es así porque el sistema ofrece escapatorias que bien cabría neutralizar, como los innumerables paraísos fiscales repartidos por el mundo, una buena parte de ellos, dicho sea de paso, bajo la soberanía del Reino Unido de la Gran Bretaña.
Sea como fuere, el sistema tributario debería ser un asunto de Estado, en el que razonablemente no debería ser demasiado difícil alcanzar consensos en torno a tres ideas básicas: equidad, suficiencia y eficiencia. Los impuestos deben ser justos, es decir, atender al máximo a la capacidad de quien los paga; suficientes, o dicho de otro modo, bastantes para subvenir a las necesidades públicas; y eficientes, en el sentido de no estorbar la creación de riqueza, efecto que a la postre perjudica al propio Estado.
El debate de estos días demuestra que entre nosotros dicho consenso brilla por su ausencia, sustituido por una competición de medidas coyunturales de seducción del electorado ante los próximos comicios. Ninguna permite atisbar un enfoque sólido y sistemático. Ni aliviar aún más las cargas fiscales de los que más tienen, para moverlos de una comunidad a otra, truco estrella del PP; ni expedir carnés de pobre con derecho a descuento y condenar al resto al averno de la inflación tributaria, respuesta apresurada del Gobierno ante las rebajas de sus adversarios.
Falta a unos justificar qué ventaja competitiva real ofrece dejar de gravar capacidad económica en una coyuntura adversa —más allá de birlarle contribuyentes al vecino—, y a los otros, explicar por qué el impuesto a los ricos, si es tan insoslayable, se limita a dos años, con el ostensible cálculo de que no les traiga cuenta cambiar su residencia. En suma, responder con rigor y como adultos a la pregunta crucial: todo esto ¿quién lo paga?
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