Vladímir Putin no va a fracasar en Ucrania. Si algo ha quedado claro esta semana es precisamente eso. Como ha demostrado después del ataque que sufrió el puente de Crimea, su capacidad militar es muy superior a la que ha mostrado hasta la fecha. Y su falta de prejuicios para utilizarla resulta evidente. Putin hará lo que haga falta, del modo que se le exija, para acabar ganando esta tragedia que es la ucraniana y que, se puede afirmar, ya está modificando el mundo, posiblemente para siempre.
El ataque terrorista a las infraestructuras rusas, como describió el Kremlin la proeza ucraniana de que ardiera el puente que representa la primera anexión de territorio ucraniano, ha supuesto la justificación perfecta para mostrar al mundo que, a pesar de que la mayoría de observadores internacionales coincide en señalar que Rusia está retrocediendo en el frente, el líder de ese país, con un solo gesto, puede aterrorizar a toda una capital europea y matar o herir a decenas o cientos de civiles.
A cambio del fuego sobre el puente Kerch, quizá el mayor símbolo actual del expansionismo ruso, y de la humillación subsiguiente en la que ha hundido a Moscú, una lluvia de misiles ha arrebatado esa sensación de nerviosa tranquilidad que viven en la capital del país y otras grandes ciudades. La advertencia ha llegado con claridad, y con la sangre de numerosos inocentes. Rusia no tolerará contraataques desafiantes o, al menos, los vengará con toda la determinación.
Occidente continúa suministrando armamento a Kiev, convencido de que es lo justo (y, en realidad, convencido también de que es lo que necesita como parte de su sistema defensivo), y la Unión Europea sigue aumentando su presión sobre Moscú con nuevos castigos económicos, también segura de que la actitud agresiva de Putin no le deja otra opción.
Pero ni las armas para los soldados de Zelenski (a los que ahora se prevé instruir en Alemania o Polonia) ni las penalizaciones financieras elaboradas en Bruselas, cada vez más asfixiantes, amedrentan a un tipo que fue espía de la temible KGB en tiempos incluso más complejos que este.
Solo a través de la violencia se puede lograr mantener lo que se ha ganado con violencia, eso es sabido. Pero tampoco semejante certeza constituye una dificultad inabarcable para el presidente ruso. No tiene miedo y ni la rendición ni la sumisión forman parte del mundo en el que vive.
Hasta dónde va a llegar este conflicto resulta impredecible. Las guerras suelen concluir con un acuerdo, uno que las partes llegan a celebrar, exhaustas, y que suele permitir que ninguno de los contendientes se sienta del todo humillado, a pesar de las pérdidas, los agravios y el dolor.
En este caso, las posturas permanecen tan alejadas que no se vislumbra un marco que invite a pensar que ese pacto va a llegar en un futuro cercano. El riesgo del botón nuclear, incluido en una escalada desenfrenada que nos involucre directamente a todos, y que es lo que verdaderamente temen Estados Unidos y Europa, no parece una opción tan descabellada para un líder que, ya lo sabemos, igual no acaba ganando la guerra, pero desde luego no la va a perder.