El 75% de los españoles afirma que está orgulloso de ser español. Ni amor ni fortuna: orgullo. Lo recogen las encuestas cada año. Son prácticamente los mismos (83%) que dijeron al CIS en 2014 que tienen claro que no defenderán el país, o que no lo tienen claro, si nos invaden.
Un sondeo reciente ofrece resultados casi idénticos. Francamente, es poca cosa. Las invasiones, si se hacen en condiciones, como se hacían, persiguen la extinción de tu lengua, tu fe y tus costumbres. Incluso de "los servicios públicos" [sic]. Así que, si hay orgullo, es desapasionado. No está mal. El patriotismo sin acción es una farsa.
Mi bisabuelo republicano se pasó la Guerra Civil escondido en una masía. Cumplió la primera tarde de instrucción militar con su primo y, como se enteraron de que sería la única antes de ir al frente, se escaparon durante la noche, cuando el resto dormía. La masía estaba a unos pocos kilómetros. Mi familia tenía un refugio y un huerto y animales y harina para el pan. Ellos no salían. Las mujeres se ocuparon de todo. Un día, al cabo de los meses, llamó un soldado a la puerta. Vio a mi bisabuelo y le preguntó qué hacía allí. "Vosté és jove". Mi bisabuelo se señaló la barba: "No, ja sóc vellet". El soldado dio media vuelta.
Mi abuela, que nació en julio de 1939, siempre lo dice: "Una bona persona". Por mucho menos te fusilaban. A ese soldado le debo la vida.
Como decía, las preguntas, cuando apelan al corazón, se hacen cuando corresponde o no se hacen. En abril, el 55% de los españoles se reconoció convencido de una Tercera Guerra Mundial. En septiembre, el 70,3% opinó que Rusia no se limitará a Ucrania. A ojo, el español no se siente amenazado ni apelado a la resistencia civil o a las grandes guerras porque existe un ejército profesional y el compromiso escrito de los aliados, y porque España se mantuvo al margen de las dos anteriores.
Sin embargo, Ucrania sufrió la furia de dos imperios, el nazi y el soviético, y se encontró, en diciembre de 2021, con 200.000 soldados rusos a las puertas y sin el escudo de la OTAN.
A tres meses de la invasión, el Instituto Internacional de Sociología de Kyiv hizo sus indagaciones. El 33% de los ucranianos estaba dispuesto a combatir. El 22%, a participar en revueltas y sabotajes. El 28%, a la huida o la resignación. Sobraban motivos para el recelo. Todos se confirmaron.
En marzo, con la ocupación y los bombardeos, el encuestador Michael Ashcroft repitió el ejercicio. Sólo el 11% confesó que, si pudiera abandonar Ucrania "con seguridad", escaparía.
Ese mes, salí de la fronteriza Moldavia hacia Rumanía (Unión Europea) en un autobús lleno de trabajadores, madres y un hombre solitario. Se sentó a mi izquierda. Tendría mi edad. No dijo una palabra. Le pidieron el pasaporte en la frontera. Y entonces lo entendí. Era un desertor ucraniano. De las guerras no sé casi nada, pero en los ojos de aquel hombre encontré una definición aproximada. Con las particularidades de una guerra y otra, imaginé que, a diferencia de mi bisabuelo, le acompañaba un pensamiento de culpa.
Algunos amigos dicen que ningún país merece su sacrificio, y al menos no lo exigen del otro lado. Claro que ninguno de nosotros se ha visto en una situación parecida. Supongo que, quien se queda, lo hace por muchos motivos. Incluso por los equivocados. Pero prevalece la conciencia del grupo, de los que son y los que serán, de los que son y los que fueron, y de todos sin uno mismo primero. Vas porque van. Avanzas porque avanzan. Recurres a lo necesario y a lo innecesario, como escribió Javier Marías, para sobrevivir.
Quizá existe un factor más poderoso que la patria, la lengua o el terruño para quedarse: la vergüenza. Negarse a salvar la vida a cambio de los hermanos que dejas atrás, de la tierra abandonada, de la respuesta incómoda cuando todo pase. Pero qué sé yo. Ni siquiera hay una invasión. Ni siquiera me ha preguntado el CIS.