Aborrezco el fútbol. Ya sé que ustedes podrán decir, con toda razón, que eso a quién le importa. Pero es que escribo esta columna con una terrible contractura y, además, mi chica me ha dejado, por lo que estoy convencido de que ustedes tendrán algo de compasión y seguirán leyendo.
No aborrezco el juego, la táctica, los regates y la plasticidad de sus momentos. Tampoco las zancadillas duras (se supone que es un deporte de hombres), los jugadores que sobreactúan o los que meten un gol con la mano, maestro Maradona. Incluso me gusta lo que tiene de juego a veces injusto, merecimos ganar pero la mala suerte de los palos, y esas cosas.
Aborrezco al público en general, que aquí no se le puede llamar respetable, como en la fiesta taurina o la ópera. Su tribalismo, el griterío insultante, no digamos los cánticos de rancio orgullo. Les confieso que lo conozco porque, durante unos años, iba al estadio del Fútbol Club Barcelona, cuando los tiempos en que el gran Johan Cruyff entrenaba.
Recuerdo, por citar, a una adolescente adorable insultando del modo más soez al árbitro y ser felicitada por su padre, que le acompañaba en tribuna. Menuda educación.
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De todas maneras, y como exbarcelonista o traidor a mis viejos colores, no voy a discutir el mito de la afición del Real Madrid, señorío y exigencia. Todo culé sufre madriditis, es decir, en otra vida hubiera querido ser del equipo blanco. Segundo club de Cataluña (que me perdonen mis amigos pericos), los odios que despierta en los seguidores del Barça harían las delicias del doctor Sigmund Freud, tan retorcido él.
Hasta mi querido Armand Carabén, hijo de aquel hombre que nos trajo al flaco holandés, forofo consumado, sabe ver la ironía que arrastra todo hincha azulgrana, una pesadumbre, la conciencia melancólica que siempre encuentra su razón de ser en las derrotas.
En este sentido, el mejor presidente que ha tenido el FCB, el que más representaba el alma del club, ha sido José Luis Núñez.
Como debo ceñirme un poco al tema que mi jefe me ha señalado esta mañana, aparco ya las confesiones y voy al asunto: Karim Benzema, mago albo, artista balompédico del momento, ha ganado el preciado Balón de Oro.
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Lo que le faltaba a la madriditis después del baño sufrido por los chicos de Xavi Hernández (Visca Catalunya i Catar lliures) en el Santiago Bernabéu el pasado domingo.
Otro de los aspectos agradables del fútbol es el mérito artístico, que sólo posee una minoría elegida, como el galardonado francés. Es algo muy diferente a, pongamos, el supuesto valor que puede tener un Kílian Jornet, correr por las montañas como alma que lleva el diablo.
El delantero del Madrid es un virtuoso, ha entendido que las dos piernas no sirven sólo para trotar y se lo ha enseñado al mundo acariciando un balón. Con un destino certero (no un vagar los riscos o el césped a lo loco): tocar la red de la portería contraria. Meterla, coño. ¡Y hala Madrid!