No os creáis que no os observo. Como diría Garci en El crack, éste es un oficio como otro cualquiera: duermo poco, ando mucho y lo que veo no me gusta nada. A este lado hemos entrado en una década que podría ser prodigiosa pero deviene en calamitosa, la que va de los treinta a los cuarenta, y contemplar la barbarie sentimental que se desencadena a mi alrededor me está empezando a hacer rajitas por dentro.
El otro día, en el vermú de la una y media, una amiga de mi quinta me revelaba su angustia. Siente que se está “quedando atrás” por no tener una pareja estable, siente que su vida no carbura, no florece, no se asienta, siente que está “sola” porque no tiene un pibe al lado. “Mi amor, elijamos bien los términos. Tú estás ‘soltera’, pero ‘sola’ no, sola nunca”, le dije. Le dio igual, porque los matices lingüísticos que lo cambian todo te dan igual cuando has aceptado la ansiedad como animal de compañía, porque el pánico de una muchacha brillante a no rascar el amor se parece mucho al desasosiego ese de los runners que salen a correr para encontrarse a sí mismos -pero ellos mismos estaban ahí todo el rato-.
Me irritó, al final: “Amiga, eres tan cobarde que pareces un hombre”, le dije, y sonreímos con la complicidad feroz de los malos tiempos. Pero qué sé yo: también el miedo es legítimo.
No es una cuestión de género. A mis colegas varones les pasa lo mismo, sólo que, quizá, unos cumpleaños más tarde que ellas, cuando llegan el lunes a mis brazos con la alegría y la culpa, todo enreverado, después de otro fin de semana de gestas diablas que no van a canjearse absolutamente en nada, como acostumbra a pasar con las cosas divertidas y bellas: valen siempre por sí mismas.
Entonces me cuentan, en el café de la tarde, que pronto habrán de entregar las armas -el Larios cola, la pitillera-, que ya no se sienten tan invencibles ni atractivos, que éste es el último baile y en diez años vendrá la repesca, que el alquiler está chiflado, que sus madres quieren un nieto, que cualquier día llevan a almorzar al Pulcinella de Chueca a una chavala y si es medio maja y no mastica raro, se casan con ella. “Habrá que formar una familia”. ¿Habrá? ¿Por qué?
Yo diría que nos estamos vendiendo barato.
Mis amigos tienen una bomba de tiempo atada al cuerpo, como Ted Mosby en Cómo conocí a vuestra madre: es desolador que algo tan luminoso y extraordinario y frágil como el amor haya quedado reducido a hacer caja rápido antes del cierre -¿qué cierre, si hay afters?-, a una cita mediocre, a una existencia de brocha gorda, a una foto mona y falsa comiendo cocido con los suegros en domingo, a oír respirar en la noche al primer fulano que mostró algo de interés en ti. El amor es el antónimo de que te valga cualquiera. El amor es preferir tomarte un vaso de agua en una mesa desnuda con quien es antes que ver las jodidas auroras boreales con quien no es.
Eso le sucedió en sentido intenso, amistoso e intelectual -¿hay tanta diferencia, al cabo, con lo romántico?- a La Boétie con un tipo tan extraño y escéptico como Montaigne. "Nos buscábamos antes de conocernos”, diría, y ese estadio excepcional sólo fue posible “porque él era él y yo era yo”.
Se acaba odiando a la persona que colocas a tu lado por necesidad, oscuramente.
Todo cuerpo que no se ama será siempre un cuerpo extraño.
¿Qué es el futuro, qué había que hacer para ingresar en él? Tal vez bastaba con no traicionarse.
A mí me saltan las alarmas cuando escucho explicaciones horrendas sobre por qué tal colega -que andaba buscando el amor como una rata un churro- está con alguien. “Es que es muy buena persona”. Mec. ¿Es eso suficiente? “Es que me trata muy bien”. Mec. A ver si ahora vamos a montar una fiesta también por respetar los derechos humanos. El listón anida ya en la alcantarilla.
Qué bárbara es la cara de satisfacción que se les pone a ciertas Menganas cuando le echan el lazo a una pareja: es como si se dignificasen, como si su valor dependiese del chequeo del otro, como si hablasen con una reiniciada superioridad moral, como si hubiesen sido elegidas en un cásting fatal y tuviesen que explicarnos al resto, oh, pobres almas descarriadas, que la vida siamesa es la vida mejor, que en un paraguas caben dos, que engordamos menos si pillamos el postre a medias.
Hay que decirlo ahora, porque luego las cosas se complican: sois exactamente igual de geniales o de imbéciles que antes, sólo que ahora, más débiles y más soberbias -es lo mismo-. Hay que decirlo ahora: volveréis a este lado y lo haréis más desconchadas, más heridas, porque nadie sale entero de una relación, porque dejamos de prenda nuestro propio ADN en el cuerpo del otro, nuestras expectativas, nuestra ternura. Es una decisión muy importante para tomarla tan a la ligera.
Si no te gusta tu vida antes de conocerme a mí, cómo me vas a gustar a mí. El mejor reclamo que puede ofrecer alguien es una vida bella y autárquica, un jardín interior preciado: yo quiero hombres que antes de marcar mi número tengan el trabajo hecho, no que me telefoneen para que me encargue yo -como podría ser otra- de adecentar sus rosales.
Nos han engañado señalando la pareja como el único camino exitoso, como el único digno de completarnos -¿estábamos mutilados, acaso?-, y esa es una falacia que se desmonta sola: basta hablar un poco con matrimonios de décadas. Muchos llevan treinta años juntos y se sintieron como siglos sin ser feliz.
El problema, al cabo, es que hablamos constantemente de diversidad pero nuestro cerebro, en sentido profundo, no la acepta. Hoy podemos tener cualquier orientación sexual y cualquier identidad de género, pero lo que no, lo que nunca, lo que de ninguna manera podemos elegir sin que nos miren como a marginales, a depravados o a fracasados es vivir con la persona que más queremos cuando esa persona somos nosotros mismos. O, al menos, esperar a alguien con quien el silencio sea mejor que con uno solo. Ese es hoy el reto. Adelante.