El mundo tal y como lo conocíamos se derrumbó ante nuestros ojos una mañana del otoño de 2018. La Asociación de la Prensa de Madrid celebraba unas jornadas en el Congreso con motivo del 40 aniversario de la Constitución. El director de EL ESPAÑOL, Pedro J. Ramírez, terminaba su intervención y el presidente de honor de El País, Juan Luis Cebrián, aguardaba su turno para perorar. (O quizá el orden fuera el inverso).
Contemplábamos expectantes: ¿qué harían al cruzar sus pasos? Había que comprendernos: somos la generación de periodistas que aprendió a leer periódicos en medio de la lucha feroz entre El País y El Mundo a caballo entre el final del siglo XX y el principio del XXI. ¿Habría un intercambio de miradas desafiante? ¿Un lanzamiento recíproco de pullas susurradas? Quia! Ramírez y Cebrián se fundieron en un abrazo y departieron en un tono amigable durante algunos segundos. Tantas frases hechas sobre los efectos del paso del tiempo materializadas ante nuestras narices.
Fue sólo el principio. En marzo de 2020, Cebrián concedía una entrevista a EL ESPAÑOL, firmada por Daniel Ramírez. Era la primera ocasión en la que el periodista y académico respondía a preguntas de una cabecera dirigida por su antaño gran competidor. Tres meses después, otro 40 aniversario: el del propio Pedro J. Ramírez como director de periódicos. El Español preguntaba a sus grandes adversarios de los tiempos del kiosco: Luis María Anson, José Antonio Zarzalejos… y Juan Luis Cebrián. El tercero hacía esta confesión importante: “Desde el primer día que apareció El Mundo -y hay testigos que me oyeron decirlo- comprendí que había salido el único periódico que nos podía hacer sombra en el panorama nacional”. Palabras mayores. Hemos llegado a ver a los dos compartiendo foro con Anson en la presentación de un libro. Quién lo hubiera dicho.
Acabamos de vivir unas escenas que han recordado el fragor de aquellas batallas. Pedro Sánchez blandiendo un ejemplar de El Mundo en sede parlamentaria. La acusación de que el diario quiere marcar agenda al presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo. (La sutil mención previa del jefe de la oposición al término “implacable” con el que intentó curar preventivamente un ataque en esa línea pasó casi inadvertida). La respuesta del periódico, reivindicando su derecho a influir y atacando con mucha dureza al Grupo PRISA por la línea editorial de El País y de la Cadena SER. Parecía la obsesión por reivindicar el legado de los años noventa en la que ahora insiste la industria cultural llevada al ámbito de las relaciones entre organizaciones políticas y medios de comunicación. La nostalgia es un error, titulaba sus memorias José Luis de Vilallonga, hombre acostumbrado a un presente siempre entretenido.
El episodio ha coincidido con un cierto debate en torno al columnismo de antaño. Quizá haya algo de componente generacional: estamos danto la turra por aquí las últimas generaciones que conocimos el modelo que hoy agoniza. A lo mejor por eso nos recreamos en estas llamas avivadas en vez de centrarnos en por dónde pueden empezar a ir los tiros.
Pablo Iglesias ha demostrado tener una concepción muy peculiar de cómo deben ser las relaciones entre los poderes políticos y los mediáticos. Su receta contra las interferencias indeseables entre uno y otro es imbatible. Consiste en fundirlos en uno solo. Tras jugar un papel más o menos directo en el digital La última hora y en el podcast La Base, el ex vicepresidente del actual Gobierno pasa la gorra para poner en marcha Canal Red, una nueva cadena de televisión por Internet. La generalización de conexiones a la red en los dispositivos móviles e incluso en los propios televisores agiliza la creación de canales de este tipo, que pueden empezar a ofrecer su programación sin la concesión administrativa que sigue siendo preceptiva para repartir el espacio radioeléctrico limitado.
No nos vemos capaces de mejorar la descripción que ha hecho Guillermo Ortiz de la exposición de motivos de Iglesias. Así que nos vamos a limitar a copiarla: ante el florecimiento de televisiones muy sectarias próximas a las posiciones más a la derecha del espectro, el fundador de Podemos cree que ha llegado la hora de alumbrar un canal igual de sectario, pero de su cuerda. Es la esencia de esa máxima implícita en ese partido que hemos comentado otras veces: “las cosas no están mal porque estén mal, ¡están mal porque no las hacemos nosotros!”.
El propósito es la versión descarnada de la muerte del intermediario que se le escapó con candor a Isabel Rodríguez. Ese es ahora el panorama: medios de nicho teledirigidos por los propios actores políticos, que pueden, incluso, reciclarse en presentadores.
Quizá la nostalgia no sea tan mala idea.
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