Su nombre es Sviatoslav Vakarchuk, pero en Ucrania todo el mundo le llama Slava. Es toda una estrella en su país.
De hecho, parece que antes de que lo hiciera Zelenski, también pensó en presentarse como candidato a la presidencia.
Y si no se decidió, sus fans sí que lo hicieron por él y tuvo que declarar solemnemente, varios meses antes de las elecciones, que no cruzaría el Rubicón, que se iba a dedicar sólo a su arte.
Porque la única pasión de este hombre, que también es un intelectual, un científico de alto nivel y, al mismo tiempo, exdiputado, es, por supuesto, la música.
Quien no lo conozca, podría pensar que se echa un falso aire a Sting o a Bruce Springsteen. Su voz y su cuerpo parecen cincelados siguiendo el patrón de esos dos titanes que revivieron el rock anglosajón.
Pero, afortunadamente, hay muchas personas que sí lo conocen.
Hay quien le escuchó cantar para los soldados en las trincheras del Donbás.
Hay quienes lo vieron a él y a su banda, Okean Elzy, frente a la Puerta de Brandeburgo en Berlín, donde parecía resonar toda la historia de Europa, la de sus imperios y su caída, la de sus barbaries y sus liberaciones.
Están los afortunados que, como yo, lo descubrieron en 2014 en el Maidán y volvieron a verlo en la sala Zenith de París hace unos días, tocando Zeleni Ochi ("ojos verdes"). Un escenario enorme, con toda la pompa. La multitud respirando y bailando al compás. La gente desatada, exultante. Entre el humo, melenas y guitarras. Puro fuego rockero.
Y Slava, con su cuerpo acerado y gesto testarudo, su boca desencajada y grácil a la vez, salta como un tigre sobre una plataforma y, a pecho descubierto, no como un Cristo, sino como el hombre de Leonardo, abre los brazos en cruz y nos invita a aplaudir con toda la fuerza, de forma tan invulnerable como él.
Hay quienes se conformarán con ver el vídeo que ha colgado la Bienal de Venecia en YouTube. El patio de un edificio de estilo barroco, de color entre parduzco y ocre, casi en ruinas. Escombros, cables colgando, barrotes de metal, agujeros de bala.
Al fondo, un homenaje al espíritu de las urbes de lo que se creía que era la Europa eterna, un portón de hierro forjado con delicadas curvas. En ángulo contrapicado, un cielo en el que no se distingue qué es polvo de nubes o qué son las volutas de humo de un incendio, y, en ese escenario del fin del mundo, de un mundo, un pianista, un tembloroso cuarteto de cuerda y la voz de Vakarchuk que surge entre la ruina: Obiymi mene. "Bésame, bésame otra vez, no te vayas de mis brazos, bésame".
¿Acaso se puede cantar algo mejor cuando se es de un pueblo que intenta conservar su humanidad a pesar de la ira de la inhumanidad? ¿Qué sino una balada que vuelve una y otra vez a su estribillo cuando se busca una muralla frente al odio, frente al misil que está a punto de caer, frente al caos?
Para todas esas personas, Vakarchuk no tiene parangón.
Slava es uno de nuestros últimos rockeros y uno de los últimos poetas épicos de nuestros tiempos.
Porque, al fin y al cabo, hay dos tipos de poesía, la órfica y la lírica.
La órfica se sostiene por sí misma, es altanera, se erige de puntillas sobre sus letras. En francés, sería Mallarmé.
La lírica, en cambio, busca el acuerdo con el otro, el gran Otro, o el otro en minúscula. Muestra su corazón tan desnudo como el de un poeta con sentimientos sencillos y profundos. Un buen ejemplo serían Rhénanes y Frères humains qui après nous vivez, dos poemas bélicos de Apollinaire, y Ballade des pendus, de Villon.
Y luego está, dentro de esa clase, un espécimen aún más raro, el poeta que es lírico y épico a la vez. El que los griegos llamaban aedo. En la Francia primitiva, el "trovador". El que, expiatorio sin chivo y mensajero sin mandato, se hace cargo, a través del misterio de sus palabras, su voz, su cuerpo y su presencia, del destino de un pueblo.
Justo eso es lo que hace Vakarchuk por el pueblo ucraniano.
Como Armstrong, con aquel timbre quebrado, donde el martirio y la resurrección de los negros estadounidenses hallaron una síntesis nostálgica.
Como Bono abrazando, de una vez para siempre, con sus estridentes armonías, el cuerpo ensangrentado de su queridísima Irlanda.
Como ellos, Slava consigue obrar ese milagro de la simplificación sin renuncias, el secreto mismo de los aedos.
Como ellos, con la suntuosidad de sus texturas propias del rock, domina la técnica de este genial empobrecimiento, de este aligeramiento de lo superfluo de la música, de ese ascetismo que constituye la producción de un ritornello perfecto. Una cumbre de la melodía y la letra, un arte total y mínimo que se repliega sobre sí mismo como un oxímoron y del que pende el espíritu de una época, de una juventud, de un pueblo.
No tiene nada de nacionalista.
Sólo es un cuerpo que se revuelve allá donde se suda, se sangra y se mata. Sólo una voz áspera y suave a la vez, entre tenor y barítono, con una pátina argentada y sin vibrato. Una voz que no tiene tiempo de escucharse a sí misma porque siempre parece estar a punto de rasgarse.
Una voz de granito que, además de amar y llorar, ruge porque encarna el rugido de un país que está vivo y que se empecina en vivir.
No es más que un bardo que ha elegido (no siempre ha sido así, pero ahora así lo ha decidido) cantar sólo en la lengua de los perseguidos, de los bombardeados, de los torturados.
Por todas estas razones, Slava es el alma de Ucrania.