Hemos vivido este último mes en permanente escándalo ante los ataques del Gobierno y de sus socios al edificio constitucional.
Somos conscientes de ello porque existe una norma escrita, que es marco del resto de leyes y es lo suficientemente prolija como para saber cuándo se legisla en contra de esa ley fundamental.
La lucha por el control del Poder Judicial ha mostrado su cara más cruda y chanchullera también en estos días.
Sin embargo, vamos pasando por alto que mientras el ruido y la furia se hacían presentes en las Cortes a costa de todo eso, también en la sede de la soberanía nacional, se estaba culminando otra revolución, opacada por todo lo anterior y con un impacto mucho más nocivo para la sociedad.
Un cambio de paradigma impulsado por una minoría (Podemos) y apoyado por los nacionalistas (a la derecha y a la izquierda) y, sobre todo, por un PSOE falto de contenido propio y al rebufo de esas minorías.
Sin otra demanda social que la agenda nada oculta de los grupos de presión que sostienen a Podemos, se han ido aprobando leyes, sin debate, sin consulta, por la vía rápida (cuando no por la puerta de atrás), con las que se aspira a que en unos años, aunque ese partido ya no exista, la sociedad haya cambiado (para mal) de manera permanente.
Hablo de la ley trans, de la del aborto o la de familias. Y podría incluir la de bienestar animal sólo para hacer notar que en algunos casos, en esa ley, los derechos de las mascotas son superiores a los del ser humano.
Decía al inicio que era fácil detectar los ataques a la Constitución porque basta con leerla para saber cómo y en qué punto se están produciendo.
No resulta tan claro si de lo que tratamos es del ataque a unos valores que para algunos son incontestables y para la mayoría, víctimas (a veces sólo por desidia) del relativismo moral imperante, carecen de importancia alguna.
Denunciarlo supone nadar contracorriente.
Instalados en la autocensura permanente, hacer gala de un modelo familiar o social distinto del que se viene imponiendo, bien sea por el miedo a la crítica, a la cancelación o a las sanciones que contemplan esas leyes, ya es un acto de rebeldía (y progresismo).
Por quedarnos sólo en el ámbito nacional, el origen de todo lo aprobado e impulsado es un ministerio y una ministra (Irene Montero) que ha resultado ser de lo más letal para las mujeres. Y también para los niños.
Su propósito confeso, mejorar las condiciones y la seguridad de las mujeres. La realidad, todo lo contrario. Y no lo digo sólo por su empecinamiento en no modificar una ley (la del sólo sí es sí) que ha rebajado las penas o sacado a la calle a violadores y abusadores sexuales.
Tampoco porque este diciembre se haya alcanzado una cifra de mujeres asesinadas por sus parejas que no se veía desde 2008.
Ambas cuestiones son fracasos que exigirían una o varias dimisiones, en el caso de que ese fenómeno paranormal se diese en este Gobierno.
Pero, si no, bastaría con cambiar (o mejor eliminar) la controvertida ley y parar, al menos, la sangría.
En cuanto al número de mujeres asesinadas, casi la mitad habían presentado denuncia y sólo cuatro tenían protección. ¿Por qué? Por falta de medios. ¿De dónde sacarlos? Del abultado presupuesto de un ministerio dedicado básicamente a la propaganda, a criminalizar a los hombres y a darnos a las mujeres consejos que no hemos pedido.
Que la ley trans supone un retroceso para los derechos de las mujeres y hasta para su seguridad, ya se ha dicho.
Otro tanto ocurre con la ley del aborto.
Si un aborto, además de acabar con una vida humana, ejercer violencia física y psicológica sobre la mujer y perpetuar un esquema machista en el que el hombre nunca es responsable. Si además de eso, se elimina el periodo de reflexión (tres míseros días) y se prohíbe informar a las mujeres sobre sus alternativas, el mensaje que se transmite es que somos imbéciles y que mejor si no sabemos a lo que nos enfrentamos.
O quizás (y eso es todavía más perverso) que si se dan esas alternativas, muchas mujeres no abortan.
Hablaba del propósito confeso de Podemos (y del PSOE). Luego está el inconfeso.
Lo dijo en sede parlamentaria la por entonces ministra de Educación, Isabel Celaá: “Los niños no son de los padres”. Le faltó añadir: son del Estado.
Que las niñas aborten sin consentimiento paterno (ley del aborto). Que los niños puedan cambiar de sexo y su familia no pinte nada en esa decisión irreversible y pueda ser sancionada si se opone (ley trans). Que los padres o tutores no puedan oponerse a que sus hijos reciban en la escuela, los contenidos extracurriculares que al Gobierno de turno le apetezcan (ley de familias). De eso es de lo que hablamos.
De prohibir, en fin, que los padres eduquen a sus hijos si su voluntad o sus valores colisionan con los de la izquierda. De hecho, quitarles la patria potestad por la puerta de atrás y con la excusa de unos derechos que sólo una minoría exige.
Quizás en un día como este, les dé igual la gravedad de lo que les cuento.
Quizás en un día como este, dentro de un tiempo, me darán la razón.