Hace veinte años, en el mismo día y en el mismo lugar que ayer domingo, Lula da Silva recibió las llaves de la presidencia de Brasil por primera vez. El líder del Partido de los Trabajadores gobernó durante ocho años, hasta diciembre de 2010, y encaminó a la primera potencia de Sudamérica hacia tiempos de prosperidad y bonanza. Sus índices de popularidad alcanzaron un inaudito 87% de aprobación.
Pero, en 2023, la nación que encuentra es otra. Apenas ha crecido económicamente un 0,5% en la última década y padece una profunda fractura política, con dos visiones antagónicas de sociedad que se constataron en el apretado resultado electoral entre el socialista (50,7% de los votos) y Jair Bolsonaro (49,3%).
Lula, al mismo tiempo, tendrá que lidiar con un bolsonarismo férreamente instalado en las instituciones y con un Congreso voluble que pondrá trabas constantes a las reformas apalabradas por su candidatura. De modo que los problemas estructurales y circunstanciales empeñarán buena parte de la fortuna de Lula, a sus 77 años, en su tercera legislatura.
Nadie negará el mérito de su resurrección. Puede que no se hubiera dado sin la crispación y la amenaza para la izquierda que encarna el fanático Bolsonaro, que protagonizó ayer su último desprecio a las instituciones al rehuir el paso del testigo del cargo, pública y personalmente, a su sucesor.
Cabe reconocer el mérito de un Lula que ha sido capaz de sobreponerse, incluso, a una imagen ensombrecida desde su ingreso en prisión tras su condena por un caso de corrupción. Si pudo presentarse y vencer se debió a la anulación de todos los cargos por parte del Tribunal Supremo Federal. Una circunstancia que, por otra parte, le ofreció la coartada de víctima de un proceso kafkiano con el único objetivo de apartarlo de la carrera presidencial que encumbró a Bolsonaro.
La resistencia de Lula a la adversidad está, en fin, fuera de debate. Pero el horizonte que tiene por delante es poco prometedor.
A la pésima herencia del bolsonarismo, a la que se refirió como las "ruinas" sobre las que asume la "reconstrucción" del país, se incorpora el desafío de atacar la inflación y la inestabilidad institucional que comprometen el crecimiento de la economía brasileña, previsto del 2,8% para 2022, de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Precisamente cuando China, el principal socio comercial, no termina de despertar tras la pandemia.
Nada de esto facilitará sus planes de erradicación de la desigualdad y la pobreza (duplicada en los cuatro años de Bolsonaro) con programas de obra pública para crear empleo, transferencias mensuales a los más necesitados y planes renovados de vivienda subsidiada. Además, requerirá de la ayuda de la comunidad internacional para combatir la tala y la minería ilegal, y para la protección de un Amazonas donde las explotaciones se incrementaron en un temerario 60% con su antecesor.
Parece claro que España, con unas relaciones comerciales extraordinarias con Brasil, tendrá que seguir de cerca la evolución del país. No sólo porque las exportaciones nacionales a la república latinoamericana alcanzan los 1.360 millones de euros, sino porque Brasil es el segundo destino mundial para las inversiones de las compañías españolas.
Lula aspira a una política con un enorme gasto social y mucho intervencionismo económico. Es muy probable que acometa operaciones para recuperar la industria brasileña con la adquisición de empresas en sectores prioritarios, como la agricultura o las nuevas tecnologías. Serán aspectos a vigilar. Es cierto que los empresarios españoles conocen bien el trabajo de Lula. Pero, con sus luces y particularmente con sus sombras, el Brasil de 2023 que recibe es muy distinto al de comienzos de siglo.