He pasado el último año rodando la guerra en Ucrania.
Pongo un pie en 2023 con una convicción.
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Ucrania ganará. Esto no es un deseo. Ni siquiera una hipótesis. Es una convicción.
Rusia ya puede hacer todo el ruido que quiera. Puede matar. Bombardear. Reabastecer sus reservas de misiles. Podrá establecer, como en Stalingrado, cordones, incluso dobles cordones, de Zagradytelnyi Otriad, "unidades de bombardeo" encargadas de ejecutar a los soldados que caigan en la tentación de batirse en retirada o de rendirse.
Desde la noche de los tiempos, hay una ley escrita en piedra. La victoria no pertenece ni al mejor estratega (véase el propio Pericles, desarmado ante el arrojo de la falange espartana).
Ni a los mejor equipados (aquellas lanzas tan bien forjadas de la Ilíada, tan impotentes contra la voluntad de los dioses).
Ni al ejército más numeroso (los 300 hoplitas de Leónidas que derrotaron al temible ejército persa en el paso de las Termópilas).
La victoria pertenece a los que, como Leónidas o, mucho más tarde, Frank Capra, pueden decir: "No estamos aquí, en primera línea del frente, porque le obedezcamos a un tirano que nos convierte en su carne de cañón, sino por amor a una familia, a una patria, a una Idea. Por eso luchamos".
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Esta guerra, como todas las guerras, es, al fin y al cabo, una cuestión de cuerpos arrojados unos contra otros.
Por un lado, cuerpos heroicos que asumen a sabiendas el riesgo de morir.
Por otro lado, zombis que, en el mejor de los casos, se parecen al buen soldado Švejk que, impasible ante los "ejemplos de valentía" colgados en las paredes del barracón por la "estúpida y vieja Austria", camina por la carretera principal, aterido, con una sola idea en la cabeza: salvar el pellejo.
Esa es la situación actual de un ejército ruso que, a toda velocidad, se desmorona sobre el campo de batalla.
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La victoria ucraniana debe ser rotunda, inapelable y no asemejarse a esas victorias tibias cuyo secreto guardan las cancillerías y que dan pie a guerras frías como las de Chipre o Corea.
Sé que la tentación es grande. Oigo la musiquita que suena cada vez más fuerte y que, como en los tiempos de la polémica entre el embajador Claudel y los surrealistas, susurra que el precio del gas tiene la última palabra en asuntos de diplomacia.
Y observo también ese neomunichismo (esta vez, por desgracia, estadounidense) que nos dice: "Hagámosle caso a Kissinger. Negociemos. Pactemos un alto el fuego. Calmemos a Putin, el ogro".
Esa postura sería un trágico error. No por una cuestión de justicia (que también), sino porque esta guerra es la prueba de fuego de lo que las grandes democracias, sus amigos y, hoy por hoy, en Ucrania, el mejor Ejército occidental, están dispuestos y son capaces de hacer frente a los Cinco Reyes (Rusia, China, los que añoran el Imperio persa, los defensores de la grandeza otomana y los artífices de un califato con los colores de Al Qaeda y el Dáesh) que han decidido que este nuevo siglo, que tanto está tardando en empezar, tiene que ser su siglo, y más pronto que tarde.
Rusia debe capitular si queremos que China renuncie a Taiwán.
Si los ucranianos lo desean, hay que ayudarlos a recuperar los territorios que les han sido arrebatados quebrantando el derecho internacional o, de lo contrario, nadie impedirá que el neosultán turco, Erdogan, haga avanzar a sus peones hacia los Balcanes, Siria o, por qué no, Grecia.
Las mujeres de Irán que, como Goethe en Valmy, no pueden apartar los ojos de la batalla de Bajmut, tienen que saber que nos mantenemos firmes.
Y no debemos olvidar nunca que, aún más lejos, en Kabul, al presidente Zelenski lo consideran un héroe que está reescribiendo esa nueva página de la historia mundial que parecía ya definitivamente escrita cuando, hace año y medio, se les dio a los talibanes un califato.
El siglo XXI se juega en Sebastopol.
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Esta guerra atroz con decenas de miles de muertos, el destierro al que han condenado las naciones a Rusia y, en definitiva, esta derrota, no pueden no pasarle factura a Moscú.
Conozco, cómo no, la cantinela de que Rusia es inmensa. Que vive aislada del mundo, inmóvil.
Pero esto ya se decía en 1916, y el propio Lenin, en Zúrich, lloraba de rabia ante la idea de que la muchedumbre vitorease al zar Nicolás II cuando salía al balcón del Palacio de Invierno. Al año siguiente, llegó la Revolución de Octubre.
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En los años 80 se decía que cuando el más lúcido de los disidentes pensaba, como Aleksandr Zinóviev, que el orden totalitario, su Homo sovieticus, su gigantesca altura, habían llegado para quedarse durante siglos… cayó el Muro, en 1989.
¿Cómo iba a ser diferente tras la carnicería de esta guerra? ¿Cómo podrá Rusia salir airosa del caos que ha sembrado? ¿Y cómo puede seguir como estaba antes, congelado tras su máscara de cera y con el incienso de sus papas subvencionado, el hombre que le prometió a su país la gloria y que lo único que ha traído han sido fracasos, oprobio y humillación?
¿Cómo puede seguir como estaba antes ese Nerón que estaba dispuesto a que Roma fuera pasto de las llamas para que su delirio de zar de pacotilla siguiera vivo?
Después de él (eso lo sabemos todos) puede pasar cualquier cosa. Lo peor y lo mejor. Los ultranacionalistas al estilo del grupo Wagner o un demócrata cuyo nombre sólo conoce el Ángel de la Historia. Pero quién nos impide soñar.
Por el momento, no hay nada claro. Y esto que sigue ni siquiera es un deseo. Es una plegaria. Que la tercera revolución rusa, la que está por venir, sea la buena y toque a rebato por los demonios que han poseído incluso a algunas de las mejores mentes del país.
Rusia año cero. Como Alemania en 1945. Esa es nuestra esperanza.