La conversación pública española, si aún se la puede llamar así, presenta unos niveles de contaminación e histerismo que la hacen irrespirable. La última intoxicación ha llegado importada de ultramar, a costa del asalto al Congreso brasileño.
Apenas franquearon el cordón policial las hordas bolsonaristas en Brasilia, las redes sociales se poblaron de análisis de periodistas oficialistas y de cargos de PSOE y Unidas Podemos. Y todos con el mismo tinte. "Os lo tomabais a broma, pero la estrategia de la ultraderecha se contagia. Y España será la siguiente".
Transcribo una de las lecturas más explícitas con las que me topé:
"Los seguidores de Donald Trump que asaltaron el Capitolio y quienes hoy asaltan el Congreso en Brasil son los mismos que en España hablan de Gobierno ilegítimo. Espero que en las próximas elecciones no tengamos que llevarnos las manos a la cabeza".
No bien echaba a andar el año preelectoral se ponía en marcha la maquinaria discursiva. El horizonte: que en España se consume en el próximo ciclo electoral la profecía autocumplida del asalto a la democracia por parte del "frente ultra político y judicial".
Washington hace dos años, y Brasilia el pasado domingo, ofrecen un banco de datos dorado para los estudios performativos del escuadrón de politólogos. ¿Cuánta más data, qué más evidence necesitamos para refrendar el guion del golpismo genético de la derecha?
Como la memoria democrática es muy frágil, conviene recordar que las terminales monclovitas nos amargaron las Navidades con el cuento de terror de los "golpistas con toga" que intentaban impedir al pueblo soberano expresar su voluntad en el Parlamento.
Y toda esta sobreactuación brechtiana, por un auto del Constitucional que suspendía la tramitación parlamentaria de las enmiendas con las que el Gobierno pretendía fidelizar al Tribunal.
Poco importa que aquella retórica incendiaria quedase súbitamente aguada con una renovación del TC que daba carpetazo (al menos parcialmente) a una crisis institucional apocalíptica. Con el pretexto de una algarada tumultuaria contra Lula se imponía en la órbita de Pablo Iglesias y asociados un relato idéntico.
No es sólo que el vicepresidente segundo emérito lanzara una fatwa contra la oposición española por un parentesco de tercer grado con Bolsonaro. La impostura redobló su apuesta pornográfica cuando la izquierda conminó a la derecha, uno por uno, a hacer profesión de fe en la legitimidad del presidente electo. Como quien pasa lista en clase. Como quien reprende al alumno rebelde obligándole a escribir cien veces en la pizarra "Pedro Sánchez es el presidente legítimo".
Porque, ya se sabe, se empieza cuestionando la política de alianzas del sanchismo y se acaba desvalijando el Congreso de los Diputados ataviado con un sombrero de piel de mapache con cuernos. ¡Hasta ahí podíamos llegar!
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Toda esta enajenación se hizo acompañar de una estampita de Abascal con Bolsonaro que va camino de convertirse en la nueva foto de Colón. ¿Estos son sus aliados, señor Feijóo? Y usted que me lee, ¿condena el golpe a la democracia en Brasil, sí o no?
Tampoco quiere la memoria democrática recordar que, hasta la fecha, quien más pruebas ha dado de tener una concepción patrimonialista del poder ha sido justamente la izquierda. Y también quien menos pudor ha exhibido cuando se trata de quitar hierro a golpes stricto sensu.
No se trata de restarle gravedad a unos hechos que ilustran la preocupante tendencia de una política globalmente pervertida por el esquema populista. Pero se diría que la izquierda, con su obsesión por obligar a PP y Vox a fijar posiciones sobre el motín brasileño, está más interesada en abonar el fantasma de una especie de quema vicaria del Reichstag que en certificar el pedigrí democrático de la derecha española.
Pareciera que con este despliegue de paralelismos retorcidos el sector gubernamental está lanzando un mensaje similar a aquel SMS que circuló por los móviles tras el 11-M. "O rodeamos la sede del PP y le gritamos '¡con Abascal no!' o ellos rodearán la sede de la soberanía popular cuando pierdan las elecciones. Pásalo".
¿Lo bueno de todo esto? Que la enésima estrategia polarizadora, tan sobada, a duras penas conseguirá alterar mínimamente la distribución de los votos. El cartucho de la alerta antifascista está más que amortizado.