Es como si fuera un ruido de fondo.
Una desagradable musiquita orquestada por la propaganda de Vladímir Putin y sus tontos útiles.
La idea que difunden, a grandes trazos, es que Ucrania, aun rota por la guerra, una nación mártir, es uno de los países más claramente antisemitas de Europa.
Así que, de una vez para siempre, ¿qué es Ucrania?
Huelga decir que, en los años 30 y 40, Ucrania fue una tierra sangrienta para los judíos.
Que la Ucrania soviética, sovietizada o, mejor dicho, que estaba a horcajadas entre el sovietismo y el hitlerianismo, fue uno de los escenarios principales de la Shoah. Contando sólo lo sucedido en Babi Yar, 33.771 hombres, mujeres y niños judíos fueron obligados a cavar las fosas donde iban a enterrar sus cuerpos, aún calientes, aún estertorosos, porque no siempre estaban muertos.
Y cuando digo "soviética" o "sovietizada" está claro que no lo digo para minimizar la responsabilidad que tuvieron en la masacre los compatriotas de los campos y las ciudades, sino para recordarnos que había, y sigue habiendo, dos Ucranias.
Una, la que aún no existía como nación libre y soberana. Aquella que aquel poeta ruso de origen ucraniano Yevgueni Yevtushenko describió, en su réquiem por los muertos de Babi Yar, con sus "parroquianos" sedientos de la "sangre de los pogromos", gentes que apestaban a "vodka y cebolla" y que, cuando las víctimas, "tiradas al suelo a patadas", pedían piedad, animaban a los asesinos: "¡Dadles duro a esos cerdos judíos, salvad a Rusia!".
Sí, Rusia.
Y luego hay otra Ucrania completamente diferente. La que se ha liberado, precisamente, de aquella Rusia. La que, desde la caída de la URSS y tras la revolución del Maidán, tras la invasión del ejército de Putin, rechaza ser vasalla, la condición de humilde servidora y gemela, de Cenicienta de la tundra a la que los invasores, embriagados por el ansia de Lebensraum, querrían relegarla.
La Ucrania que, por haberse convertido en el joven país libre que es, por haberse unido de forma irrevocable al bando de las democracias y de Europa, está en proceso de pasar página con respecto a su pasado.
Esa Ucrania sabe que es uno de los cuatro países con mayor número de Justos de las Naciones. Entre muchos otros, el arzobispo metropolitano Andréi Sheptytski.
Esa es la Ucrania de Uman, la ciudad del rabino Najman de Breslev, donde filmé a un rav (un rabino), una especie de Justo de las Naciones, pero al revés, contando que los campesinos del óblast de Cherkasy acudieron a su sinagoga a buscar refugio en los primeros días de la ofensiva rusa.
Es el único país del mundo donde, el 17 de diciembre, primer día de la fiesta judía de Janucá, los jasidim instalaron una menorá gigante en el Maidan y todo un pueblo, con el alcalde de Kiev a la cabeza, asistió al encendido de la llama, que subió por la columna y brilló en lo alto de la ciudad bombardeada y sin electricidad.
"Los rusos nos mandan misiles balísticos", bromeó un rabino, "¡vamos a enviarles misiles cabalísticos!".
También es el país del regimiento Azov, uno de cuyos comandantes, Ilya Samoilenko, superviviente del infierno de la fábrica Azovstal y soldado con una audacia sin límites, acaba de volver de Israel, donde fue a Masada a sacar las fuerzas que necesitaba para regresar al campo de batalla.
Esa imagen de un hombre valiente pisando las cálidas rocas de este lugar tan eminente de la resistencia judía mientras en Ucrania caen las temperaturas y la nieve; esa imagen de un zelote ucraniano recorriendo a zancadas los caminos de hierba y piedras de una fortaleza de Judea con dos mil años de antigüedad, con la cabeza llena de las imágenes de las bombas y los escombros que ensuciaron el sótano de la acería de Mariúpol, donde él también resistió 40 días, ¿acaso no es la refutación más cáustica de lo que dicen esos idiotas que nos prometen, a la contra del buen viento de la Historia, el retorno de Ucrania a sus viejos demonios?
Y además, esta Ucrania es (nunca sobran los recordatorios) la patria de Volodímir Zelenski, ese presidente churchiliano que recibió el respaldo masivo del electorado. Un presidente que también es un héroe judío.
¿Acaso no parece sacada directamente del relato bíblico la historia de este descendiente de supervivientes de la Shoah que, al principio del conflicto, no disponía ni de tanques, ni de medios, ni de apparatchiks para enfrentarse al Gigante, sino solo su compleja libertad?
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¿Acaso no es este, ante el regreso del filisteo Goliat, el renacimiento del pequeño David, maestro de la verdad y líder de la guerra, un artista que sabe cantar y que es un estratega sin parangón que sólo puede oponer al ultraje de la invasión rusa la inteligencia de sus músculos y sus fintas?
¿No es la suya la historia de Abraham levantándose sin ayuda de nadie, según el Midrash, contra los ejércitos de los cinco reyes que tienen prisionero a Lot?
¿Acaso no es Judas Macabeo cosechando, frente al Imperio, la asombrosa victoria de los débiles sobre los fuertes, de los humildes sobre los orgullosos, de los pocos sobre los muchos y, al final, frente al falso resplandor del templo profanado, el de esa lucecita que no es la del poder sino la de la excepción?
Un ardid de la razón.
Una aventura de la memoria.
Los hechos, nos gusten o no, son esos.
La Historia no siempre es una maldición.
No siempre es el eterno retorno del resentimiento y el crimen. Si existe un lugar en toda esta guerra donde, frente al neofascismo ruso, puede oírse el eco del alma judía, es precisamente en Ucrania.