Es curioso que de todas las críticas que se le pueden hacer a la ley trans haya tantos (¡TERFS!) que se centren en el borrado de las mujeres y de las familias. Como si estas cosas pudiesen borrarse por decreto.
Tanta preocupación por el borrado de las mujeres dice mucho de su concepción de la feminidad y de la ley. De la mujer no como sujeto de derecho. Sino como creación, como producto del derecho, y cuya existencia y valor depende, básicamente, del tamaño de la partida presupuestaria que le corresponda.
No pudiendo, en realidad, borrar a las mujeres, todo lo que les preocupa y todo lo que puede lograr esta ley es complicar la aplicación de las políticas de discriminación, presuntamente positivas, en las que se basa toda la pretensión legislativa del feminismo imperante.
Aunque el efecto no será, en ningún modo, la vuelta a la igualdad ante la ley. Sino, simplemente, el aumento de las incoherencias y las contradicciones, en el discurso y en la ley. Y, por lo tanto, de la arbitrariedad en su defensa y aplicación.
Lo que no se consiguió con los jueces con la ley del 'sí es sí' (doblegar la letra de la ley al espíritu de los tiempos) será mucho más fácil de lograr en todas aquellas asociaciones, instituciones y medios dedicados al asunto y dependientes del presupuesto público.
Y lo mismo pasa con las familias y con ese presunto borrado de los padres y las madres (¿qué habrán hecho con ellos? ¿quién nos hará ahora los tápers?) para sustituirlos por progenitores gestantes y no gestantes.
Da para chiste, claro. Pero quizá sólo sea porque la jerga legal tiende a lo incomprensible y, por lo tanto, a lo ridículo a los oídos descontextualizados del lego.
Decía G.K. Chesterton que "quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen". Seguramente tenía razón. Y la tenía más allá de la llamada a la responsabilidad parental, al cuidado de los mayores y al respeto a la institución y la sabiduría que esta nos lega.
La tenía también en la constatación de que cuando hablan de la familia realmente parece que no sepan de lo que hablan. Ni lo que es, ni lo que defiende, ni su sentido, ni su responsabilidad.
Ayer mismo nos explicaba una chica muy seria y concienciada que nuestras abuelas habían tirado su vida cuidando de los demás. Supongo que será culpa de la fatal arrogancia adolescente. O de ese miedo, tan comprensible, a envejecer. El creer que nada tiene que ver la muerte, la ceniza, con ellos.
Pero es admirable la rapidez con la que nuestras abuelas, las pobres, pasan de ser heroínas a esclavas y vuelta p'atrás. Y sólo podría parecerle normal a quien no las conozca o no las entienda.
Pero es corriente, y quizás incluso normal, que adolescentes tardíos se atrevan en sus pódcast a explicarles a sus abuelos cómo deberían haber vivido la vida para ser tan felices como (querrían ser) ellos.
Y quizás es mejor así. Que no lo entiendan. Porque En defensa de Afrodita es como muy del 2017 y el rollo este de las relaciones abiertas ahora ya no se lleva.
Porque un sociólogo de Twitter ha descubierto que el amor libre es el último invento del turbocapitalismo emocional y que lo verdaderamente revolucionario y lo que de verdad soluciona todos los problemas de la convivencia humana y asegura una vida feliz y sin dolor es la corresponsabilidad emocional y los cuidados peer to peer.
El quererse, el cuidarse, el vivir incluso juntos, preguntarse qué tal el día, hacerse la cena y criar un par de churumbeles. Vivir como nuestros abuelos, los machos tóxicos, y nuestras abuelas, las esclavas. Pero esta vez en guay. O sea, como Irene Montero y sus compis del Ministerio de Igualdad.
Hay cosas que son imposibles, como borrar la realidad a golpe de ley. Y hay cosas que son inevitables. Como que la jerga legal suene a menudo ridícula, que la izquierda tienda a la creación destructiva, que los jóvenes tengan que aprenderlo todo de nuevo. O que la naturaleza humana y sus miserias y dependencias y crueles lecciones existenciales rebrote siempre y sobreviva a sus ilusos enterradores.