Me dijo un asesor de Pedro Sánchez, al comienzo de su mandato, que al nuevo presidente le hundía en el sopor la rutina doméstica. Que Sánchez tenía una ruta reformista claramente marcada, al margen de las necesidades parlamentarias, y le guiaba la certeza de que los grandes asuntos se dirimen con Merkel o Macron, y no con Rufián o Iglesias.
De un tiempo a esta parte se ha comprobado, con la inevitable sucesión de los eventos, que el asesor no andaba desencaminado. Sánchez ha abandonado la política nacional al albur de sus disparatados socios y ha destinado su sagrado empeño a la construcción de un perfil sereno, fiable y distinguido a ojos de los Aliados.
Lástima que, entre el placer y el deber, se encuentre la nación. Porque salta a la vista que la única lealtad que Sánchez profesa es al destino más probable, más cercano. De manera que no gobierna ni para este país ni para esta legislatura, sino para sí mismo y para la próxima, con la férrea perspectiva de que, si fracasa el propósito electoral de diciembre, siempre le quedará Bruselas.
No hay explicación alternativa para su enconada defensa de la democracia en Ucrania, cuando Sánchez no ha dejado un sueño húmedo de Podemos o Esquerra por atender. Las excepciones están en la hemeroteca, para quien quiera verlas, y la conclusión es terrible. Lo único que separa al Gobierno de la visión del mundo de Ska-p es la ilusión de un presidente que depende, para su supervivencia, de la Mayoría de Progreso.
Mire, ayer volvió Ione Belarra, ministra de Derechos Sociales, a la enfermiza demanda de "una mesa de negociación" para evitar "un enfrentamiento militar entre potencias nucleares". Anteayer, Gabriel Rufián, portavoz de ERC en el Congreso, apeló a una alternativa al "discurso acrítico atlantista".
Lo cierto es que, con frecuencia, los ucranianos exclaman que sólo hay una salida posible a la guerra: la retirada de las tropas rusas de sus tierras. Lo que sorprende, como ironiza Nicolás de Pedro en el último episodio de El foco, es que los principales interesados (puntillosos ucranianos) no abracen una alternativa con encanto: la propuesta de paz que plantean Rufián, Belarra, Solovyov y Lukashenko.
Algunos asumen, poseídos por un optimismo rayano en la locura, que Sánchez no dará el volantazo con Ucrania. Que la política internacional está reservada al PSOE, como certificó con Marruecos. Pero las voces a la izquierda de la izquierda se amontonan y todas, sin remedio, caen en cada una de las trampas tendidas por el Kremlin y el Partido Comunista de China.
Sabemos los españoles, a diferencia del resto, que la serenidad, la fiabilidad y la distinción de Sánchez son apenas señuelos. Que la fe en el presidente ofrece menos garantías que en la fuerza divina. Así que, de aquí en adelante, le agradeceremos cada día (¡sin descanso!) la pleitesía a París y Berlín. Que no mueva. Que no cambie. Que no diga. Que ignore los propósitos de Podemos. Que nos libre de otra Hungría en Europa. Y, antes que nada, que sueñe. Que de razones vive el hombre, y de sueños sobrevive.