Adoro Israel.
Me ha gustado desde siempre, desde el día siguiente a la guerra de 1967, cuando descubrí esta tierra para mí todavía incógnita en la que todo parecía querer contarme un secreto.
Me gusta el milagro de esta tierra, nacida del fervor de un publicista por una historia que ignoraba casi por completo y bautizada con un nombre otorgado por salmistas y poetas que desconocían el significado de lo que es una nación. Una tierra levantada por soñadores pragmáticos que, mientras recuperaban la lengua de los hebreos, obraban otro milagro: ¡inventar el único contrato social de la Historia digno de su nombre ("hemos decidido encarnar una república y, en virtud de ello, lo somos")!
Me gusta cuando comprendo que representa un refugio para los judíos perseguidos. Cuando lo veo cargar con los estigmas que le achacan sus adversarios, siempre dispuestos a demonizarlo y, por el arma o la pluma, tratar de debilitarlo.
Me gusta ver que, al contrario que Francia —que tras seis años de guerra en Argelia suspendió en este país algunas libertades fundamentales— o que Estados Unidos —país al que le bastaron seis semanas, tras el 11 de septiembre, para promulgar su célebre Patriot Act—, pero también al contrario de lo que hacen todos los demás Estados cuando se ven atacados en su propio territorio por enemigos temibles, Israel se encuentra en guerra, no ya desde hace seis años o, menos aún, seis semanas, sino desde el mismo día de su nacimiento, es decir, desde hace setenta y cinco años. Y no ha dejado, por ello, ni un instante de ser una democracia.
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Me preocupa y me molesta la crisis política y moral que sacude, en estos momentos, el país.
Por un lado, tenemos a un ministro que pretende instaurar la pena de muerte, demostrando de este modo su ignorancia de los principios talmúdicos más elementales ("sanguinario es aquel tribunal que condena a muerte ni tan siquiera una vez cada setenta años").
Por otro, vemos a un diputado, jefe de la Comisión de Seguridad Nacional, que propone ofrecer la inmunidad penal a los soldados desplegados, vulnerando con ello el precepto del toar haneshek, la pureza de las armas, que representa el honor de todas las mujeres y todos los hombres de Tzáhal y a la que estas personas no han tenido nunca la intención de renunciar —como pude comprobar con mis propios ojos en distintas ocasiones desde la primera guerra contra Hamás en el Líbano—.
Luego está el ministro Bezalel Smotrich, con sus incontables anatemas hacia la comunidad LGTBI, los ciudadanos árabes y los judíos laicos (por no hablar de su deseo de "borrar del mapa" la población palestina de Huwara, que sufrió el pillaje de toda una muchedumbre a modo de represalias después de que un terrorista asesinara a dos civiles).
Y está, mientras escribo estas líneas, la voluntad de destruir el Tribunal Supremo de Jerusalén, que constituye la clave de bóveda de todo este sistema político.
Desde David Ben-Gurión hasta el primer ministro Benjamín Netanyahu, pasando por Menájem Begín, Isaac Shamir, Isaac Rabin, Simón Peres, Ehud Barak y Ariel Sharón, he tenido la fortuna de conocer a todos los primeros ministros israelitas.
Algunos de ellos eran hombres ilustrados; otros habían aprendido, estudiando las revoluciones francesa y americana, que ningún poder, ni siquiera el popular, puede pretender erigirse en absoluto; y otros cuantos encarnaban la auténtica cultura bíblica y conocían la historia de los reinos hebreos, que repartían su soberanía entre monarcas y jueces. Por todas estas razones, ninguno de ellos se habría planteado ni por un momento contravenir las leyes fundamentales del Estado.
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¿Los aprendices de brujo que vemos en el presente conseguirán, pese a todo, salirse con la suya?
Por fortuna, me parece del todo improbable.
Soplan vientos agitados, dentro incluso de Israel, contra este tipo de empresas suicidas.
Hay pilotos del Tzáhal que se niegan a acudir a sus vuelos de entrenamiento.
Hay reservistas de la marina que, para mostrar su rechazo a formas de democracia como las de Polonia o Hungría, bloquean el puerto de Haifa.
Altos cargos del Mossad que, aun a cara descubierta, no tienen miedo de alertar en contra de un posible pucherazo constitucional.
Son tantos los defensores y héroes del país que gritan alto y claro, unos detrás de otros, su renuncia a seguir órdenes que pongan en peligro la integridad del país.
Y luego están los cientos de miles de israelitas que se lanzan a la calle a recordar el papel liberador de sus padres y sus madres, que libraron al país de los giros del destino y las flechas de los hombres —y no se sacrificaron para que el genio judío acabara caricaturizado bajo el sainete que hoy muestran los "partidos religiosos"—.
Ahí radica el espíritu sionista.
Esta sociedad civil tan asombrosa es el corazón batiente de Israel.
Y estas son las fuerzas vivas que los judíos y sus socios debemos, cueste lo que cueste, fomentar.
Para ello, sin embargo, es necesario tener dos cosas muy claras.
La primera: en la dilatada historia de esta joven nación, Israel se ha sobrepuesto a tantas crisis que el resultado de la crisis actual no puede ser muy distinto. Los pastores maliciosos son gente insignificante.
Y la segunda: si llegara a equivocarme, si el influjo nihilista se saliera con la suya por un tiempo, si la metafísica de Herzl acabara alumbrando las peores formas políticas, ¡que no decaigan los ánimos ni se entregue nadie por mezquinos derroteros! Del mismo modo que existe una idea de lo que es Francia, o Italia, o cualquier país, y esta idea permite a estos sobrevivir a sus desfiguraciones, aunque Israel padezca ultrajes o golpes, saldrá vivo y coleando.