Dentro de unos días tenemos cita en los colegios electorales para cambiar, o revalidar, a alcaldes y sus equipos, y presidentes autonómicos y sus segundos, en más de media España. El show ya lo estamos viendo desde hace semanas y no hay forma de evitar sentir cierto asco, cierto desapego.
Iremos a votar los mismos y nos volveremos a encontrar, una vez más, con el sobre en una mano y el DNI en la otra. Unos serán muy tempraneros, otros apurarán la hora del cierre, como para dotar de más intriga al asunto o para demostrar qué poco les importa llegar y que esté cerrado el colegio. Así somos de indolentes para algunas cosas.
Pero seremos menos los que nos veamos en esta cita con las urnas. No por desgana ni apatía. No porque no nos convenzan los candidatos, que no nos convencen a nadie. Pero ya estamos resignados y en esta dinámica de votar al menos malo o en contra del peor ya nos hemos acostumbrado a tragar sapos y culebras.
Iremos menos porque somos menos los que estamos comprometidos con este derecho al voto.
La Covid-19 hizo lo suyo, no me cabe duda. Pero el devenir propio del tiempo también hace su trabajo y la parca nunca deja de mellar su guadaña llevándose a los que suman suficientes años. Esos que fueron los artífices para unos, y las marionetas para otros, de la transición de la dictadura al hoy, donde todos podemos ir a votar si ya hemos cumplido los 18, a tantos partidos como colores quepan en la imaginación.
Los abuelos y las abuelas de España criaron una generación que ya no vota con la cabeza, si es que alguna vez pasó esto. Votamos desde las tripas y el hígado, y aunque algún romántico aún lo haga desde el corazón, el sitio exacto para hacerlo siempre fue la cabeza, que es donde están las neuronas. Aunque desde allí siempre han sido los menos, y esto nos pese.
Y aun así votamos, porque así nos lo enseñaron nuestros padres y nuestras madres. Porque es un derecho sí, pero también una obligación moral.
Por eso año tras año votamos menos. Nos encontramos los mismos sí, pero cada vez echamos más en falta a los otros, a esos otros y otras que éramos nosotros hace 20 o 30 años. ¿Dónde están? ¿Dónde está la sangre nueva? ¿Dónde están los jóvenes? ¿Cuántos irán a votar el domingo? Pocos, muy pocos, todos lo sabemos y no hacemos nada para cambiarlo.
Que los jóvenes están perdiendo los valores es tan cierto como que desde hace más de 4.000 años los hititas ya lo evidenciaron en sus escritos. Es tan cierto desde entonces que lo convertimos en un tópico de la literatura universal, como el carpe diem. Y este fenómeno invitó al mundo a dejar de comernos entre nosotros y otros tantos avances morales.
Esos de los que a veces nos sentimos tan orgullosos, y que parece que mal dirigidos nos están llevando hoy a la imposibilidad de comunicación con ellos, ellas, elles y la madre que nos parió a todos, todas y todes. Porque por suerte o no, de alquiler, subrogadas o no, aun nos paren las madres. Por ahora, hasta que también les cambiemos el nombre.
No te engañes, la culpa, o toda la culpa al menos, no es de la juventud. La juventud es un cuerpo sin forma definida, sin color aparente, del que nadie se acuerda durante las campañas electorales. Porque saben bien los políticos que movilizar ese voto requiere un esfuerzo que ya no están dispuestos a hacer, porque bastante les costó anestesiar a varias generaciones como para despertarlas ahora y que se les suban a las barbas.
Sí: que siempre habrá jóvenes politizados es una realidad, como siempre habrá heavies y punkarras.
Pero sabemos perfectamente que son una minoría, y su motivación es más estética que democrática. Si van de progres, buenrolleros, hipertolerantes y ecologistas medulares ya sabemos de qué fuente abrevarán. Si por el contrario quieren ir de malotes perdonavidas, de políticamente incorrectos y defensores a ultranza de haber nacido por azar en el mejor de los países posibles, también sabemos en qué pesebre pastarán.
Pero son tan pocos y acomodaticios como débiles son sus convicciones. Porque en realidad lo que quieren es sentirse parte de un algo mayor que ellos que les dé un poco de sentido a su zozobra personal. Siento ser tan cruel, pero qué le vamos a hacer.
Permitimos hace años que la televisión pública y la privada dejaran de programar contenido infantil y juvenil. Programas como La Bola de Cristal o El Planeta Imaginario hoy son una utopía comunista. Pero ni siquiera Espinete, don Pimpón o Yupi tendrían cabida ya.
Pasamos de Ana de Barrio Sésamo a Xuxa y Leticia Sabater y de ahí al desierto. Sólo nos acordamos de los niños en Navidades. Y entre anuncio y anuncio de colonia nos cuelan los de juguetes. Hasta ahí la sensibilidad con los más chicos.
En los barrios con suerte hay parques infantiles, pero no hay bancos en las plazas para que los adolescentes se sienten a charlar, a compadrear, a ligar y acaban columpiándose en juegos para niños cuando deberían estar pelando la pava, arreglando el mundo o discutiendo a quiénes votar y a quiénes no cuando tengan edad para hacerlo.
Hemos hecho un mundo de adultos envejecidos donde los jóvenes no tienen cabida. Los discursos políticos están hechos y dirigidos hacia nosotros igual que la televisión y la radio, y cada vez somos menos los que decidimos el rumbo político de un país que pronto premiará al político que subvencione los andadores y los pañales para adultos antes que las becas universitarias o las ayudas a la emancipación de los más jóvenes.
No nos espantemos si un día nos lo demandan. No les faltará razón.