Querido Antonio: te escribo y sonrío, súbitamente, pensando en cuánto te afanaste por ocultar tu edad, por volverla intriga, como siempre han hecho las folclóricas coquetas (tú eras una folclórica coqueta). Tanta lucha por la elegancia atemporal para que el dichoso numerito copase ayer todos los titulares, pero te has ido para siempre y qué más da ya todo. Año arriba, año abajo. Dolor arriba, dolor abajo.
Hacías bien en blanquear los ojos cuando te preguntaban por el dato, porque total, tú nunca cumpliste veinte ni sesenta, ni siquiera ochenta años: ¿cuántos años vive un naranjo en un patio andaluz con arcos, donde tú te sentabas con tus pañuelos y tus chales a ver el agua explotar del corazón de la fuente, inagotable? ¿Cuántos años vive un poema? ¿Y la palabra "gazpacho" o "tornasolado"? ¿Cuántos años vive un niño viejo como tú, teatral, juguetón, ácido, temible? ¿Cuántos minutos densos vive una avispa reina? ¿Cuántos siglos aguanta un templo apoyado en un bastón con cabeza de león, o de serpiente, o de ciervo?
Es imposible cercar con números las cosas buenas, las cosas enigmáticas, las cosas bellas: tú eras largo.
-Señor Gala, ¿qué es lo más inteligente que puede hacerse en la vida?-, te preguntó tu amigo Quintero.
-En principio, yo le diría: irse a una playa-, respondiste, mediterráneo, guapetón, hedonista.
Y ahí estaba todo. "Una inteligencia que no sirva para vivir, yo no la quiero", apretabas tuercas. Ni yo tampoco. Nos invitabas a salir "de esta cadena terrible", de esta "organización que necesita esclavos". Nos invitaste a tirarnos en el campo, que fartita nos hace.
De la mili te echaron por conocerte el cuerpo con otro soldadito, y te metieron en un monasterio cartujo para que te centrases en leer, en amasar el espíritu y en cerrar la boca, pero allí dentro la abriste con la intención de lamer de nuevo la cosa preferida, y dio la bendita casualidad de que esa fruta era pecado, así que te volvieron a expulsar al ancho mundo, sudado y desnudo, recién nacido mil veces, artista finísimo como una hoja (y como ella, sin edad), y ya jamás te hiciste cura: menos mal. A Dios gracias.
El deseo nos fue sacando de todas las habitaciones de la tierra, Antonio (como se escupió a los revoltosos del paraíso). Nos fue sacando para meternos en otras fiestas nuevas y más divertidas: se entiende.
Lo hemos pasado bien, sobre todo tú, dentro de que sabías que la vida no puede ser otra cosa que contradictoria e imbécil. Pero procuramos que, aunque fuera trágica y loca y mú sentía, al menos estuviera bien escrita. Procuramos que tuviera relato. Procuramos que fuera una copla.
Tus amantes acabaron siendo tus secretarios. Me alegro, porque creo que más de uno te hirió. Espero que al menos supieran tomar nota. Espero que no olvidasen quiénes eran y, sobre todo, quién eras tú. Espero que dieran las gracias antes de irse.
¿Te acuerdas de cuando firmabas en la Feria del Libro, delicadamente, y a los lectores guapos les añadías tu número de teléfono? Para eso hay que tener arte, señor Gala. Para eso hay que tener musho cashondeo en lo arto.
Yo creo que tú lo comprendías todo del amor y eso a veces nos daba miedo: es como si hubieras crecido en sus faldas.
Tú lo sabías todo y además se te entendía cuando nos lo explicabas (cuando distinguías la anatomía del beso, o el lenguaje de las manos, o los secretos de los amigos y los amantes; o que el erotismo y el éxtasis eran, por definición, caducos: tú decías que el milagro no tiene "día siguiente").
Eso a otros les dio envidia. Pues que se jodan. Que se jodan y que se sigan jodiendo, porque nunca escribieron como tú ni se te parecen, porque nunca les leyó ni su prima y a ti te devoraban en masa, y eso siempre pone enfermos a los onanistas del periodismo y de la literatura. Pobres desgraciados.
A ti te daba vergüenza lo del café Gijón y su clientela, que ahora sería como el café Varela, porque decías que allá los machotes siempre alardeaban de lo que estaban escribiendo y que tú eras un "ser íntimo". Qué poco la piaste para lo chulo que podías haber sido y que, con todo, eras. Qué maldad tan exquisita la tuya. Qué manía te cogieron los fracasados y los exitosos: y más que te hubieran cogido si le hubieras dicho lo que pensabas de ellos. Qué pocos amigos conservaste del mundo literario (mejor, porque tú no eras conservador, y porque no hay nada que conservar de un nido de ratas).
Se rieron de ti porque decían que eras demasiado comercial, pero lo que sucedía en verdad es que ellos eran invisibles. De sus libros, con suerte, alguien recordará las portadas. A ti te abrimos y te subrayamos hasta las entrañas.
Se rieron de ti por ser amanerado y no entendieron que las maneras son el estilo, y que tu estilo, sin esfuerzo, les enterraba.
Se rieron de ti porque te leían las mujeres.
Con esto quiero decir que se rieron de ti porque, además de mediocres, eran homófobos y eran misóginos, y porque ellos siempre han escrito para ellos, para condecorarse entre ellos, para competir entre ellos, para masturbarse entre ellos como cuando compartían las revistas eróticas de la infancia en un salón pegajoso, en penumbra, y porque aún hoy no han dejado de hacerlo; y porque las hembras les parecíamos lectoras y escritoras fáciles, como de segunda, y porque tú siempre les resultaste muy excesivo en casi todo.
Yo creo que, como algunos de mis chicos favoritos (Sabina, o Almodóvar, o Xavier Dolan, o Perales), tú eras un hombre con una señora dentro. Y a veces era aristócrata, y a veces era peluquera, pero siempre era graciosa y vanidosa y vitriólica y bien chunga.
Yo creo que lo que te diferenciaba de tus grandes odiadores es que siempre tendiste la mano a los buenos, y a los jóvenes, y por eso creaste la Fundación Antonio Gala, porque no eras un gerontofílico, ni un acomplejado, ni un esnob de sillón polvoriento. ¿Por eso nunca te hicieron miembro de la RAE? Yo no lo sé, Antonio, dímelo tú cuando pilles cobertura allá arriba.
Te definías como un "anarquista comprensivo": "Por eso llevo una vida muy relajada y ordenada, porque si me abandonase sería un guepardo, me saltaría los semáforos en rojo". Pero yo te he visto los colmillos y el porte de aquí a Córdoba, y todo sin haberte saludado nunca, sofisticado salvaje.
Yo he visto tu piel moteada, la velocidad pavorosa de tu adjetivo, el corazón más grande de los mamíferos. Yo te he visto la ingobernabilidad: mira que ir a morirte en día de elecciones.
Una vez estuviste en la mesilla de noche de mi madre (otra señora lectora), y yo te cogí sin entenderte aún y te subrayé. Decías: "Pondremos los recuerdos encima de la mesa: la noche aquella de agosto junto al mar, las músicas ardientes, la desolación de todos los principios, su júbilo infinito, la incertidumbre de los tactos, la torpeza, las amargas palabras, el inconsciente gozo que salta como un pájaro efímero de un hombro en otro, la torpeza recomenzada cada día, el beso refugiado en la comisura de la boca entreabierta, la conversación muda de los ojos en las viejas tabernas, el atardecer que resbala sobre las aceras, y siempre la torpeza resistiéndose a reconocer que tú eres la única dádiva posible de la vida".
Y aún más: "Encima de la mesa los recuerdos comunes, como una manoseada baraja con que jugar por fin la última partida. Una partida en que nos asesoren todos los que hemos sido hasta ahora tú y yo".
Antonio, yo creo que tú escribías así porque siempre escribías como esperando el amor, como invocándolo, joven y viejo y muerto y eterno al mismo tiempo, pero siempre aseado, elegante, curioso, expectante, caminando a saltitos hacia la puerta para abrirle, como sabiendo que llamaría, como intuyendo que se acercaba, como mezclando prematuramente tu perfume con el suyo.
¿Llamó de verdad, o sólo fueron sucedáneos?
¿Qué cara tiene? ¿Sabremos reconocerlo cuando llegue? No sé. Ya nunca podré preguntártelo.
"Alargaba la mano y te tocaba. / Te tocaba: rozaba tu frontera, / el suave sitio donde tú terminas", escribiste. Quizá sea eso: quizás reconozcamos el amor porque es suave y porque se acaba.
Seguro nos acercaste a él, Antonio Gala, puente de carne hacia todos los misterios. Gracias, desconocido íntimo. Descansa en paz en tu próximo reino.