Fui esta semana a los cines Verdi a ver Extraña forma de vida, el corto de Almodóvar. Que era de Almodóvar lo decían los créditos, pero llegan a poner que lo firmaba mi tía Paca y me lo creo. Menos mal que pillamos palomitas para sentir algo.
Yo antes pensaba que con la edad nos volvíamos rotundos, sólidos en nuestras fobias y adoraciones, concretos en nuestras neurosis. Es decir, que uno de viejo alcanzaba a ser profundamente quien es, que uno llegaba a experimentar la sensación de obsesión recorrida. Yo antes pensaba que el final contenía todo el trayecto (de la vida, digamos, del relato), como si nosotros mismos fuéramos una película. David Trueba decía, de hecho, que el final de un filme revela siempre su ideología.
Qué curiosidad, ¿no? ¿Quiénes seríamos, quiénes seremos cuando todo esté a punto de acabar, desprovistos ya de todos los artificios, de todas las ambiciones de futuro, de todas las pretensiones?
Esa idea era un aliciente para no morir, o para resistir vivo. Ser todo el acto, no ser más la potencia.
Pero esto lo creía antes. Ahora empiezo a temer que los años no nos den contundencia, sino que la madurez, bien mirada, sin poética, sólo signifique pérdida de energía, disolución de uno mismo. Eso pensé al ver el corto de Almodóvar. Que no encontré a Almodóvar por ninguna parte, porque para mí él era uno de los artistas que mejor entendía del deseo (ahí Dante, o Marguerite Duras, o Peri Rossi) y resulta que su último trabajo me dejó helada, frígida, sin ganas de hombres ni de fin de semana, sin pulsión por la carne roja o por el vino o por el tabaco. Devastada. Antidionisíaca. Ahí yo, en martes, descompuesta, sin rastro de erotismo posible y ni siquiera de melancolía. Y sin eso qué nos queda.
Yo no soy budista: yo sé que estoy viva porque deseo. Cuando aún tienes hambre es que no te vas a morir. O, al menos, no inmediatamente.
No es que eche de menos el exceso de Almodóvar (aunque sea andaluza y exagerar sea mi pasión), sino su mirada viva, su personalidad centelleante más cargada de futuro que de pasado. No pido nada muy ambicioso, nada a décadas vista. El futuro para mí es el minuto siguiente. La inspiración siguiente. El beso siguiente. Se puede tener futuro con cien años; se debe tener futuro con cien años.
Pero en Extraña forma de vida todo es muy plomizo, muy casto, muy espeso, muy aletargado. Hay una parsimonia como de gotera. Hay una letanía. Tanto rollo para no llegar ni a verle bien el culo a Pascal ni a Hawke, presuntamente dos antiguos amantes con idéntica química sexual a la que se profesaban Penélope Cruz y Milena Smit en Madres paralelas: ninguna. Eso no es besarse, hombre, es lamer un vaso. Ni cosificar tranquila puede una aquí ya.
Extraño las travesuras de Pedro. Sus diálogos colosales, como en La ley del deseo, por siempre favorita en mi vida. Medular.
Aquí observamos algunas de las paranoias que le rondan al cineasta, pero que ya esbozó en la magnífica Dolor y gloria, sólo que más hondamente. La vida fatigada y lejana que acabamos llevando con los viejos amores de nuestras vidas, la reconciliación imposible, el reproche caliente, el cuerpo hecho un Cristo, la vejez que se acerca, el tiempo como un almanaque dentro, la nostalgia insoportable de los años iniciáticos, la ternura que nos salva de la sordidez, el pánico a la soledad, la pulsión de cuidar al otro para salvarse a uno mismo. Temazos. Pero tratados, aquí, regular.
[Almodóvar, fiel a sí mismo y al wéstern en 'Extraña forma de vida']
Cuando veo el reparto de Extraña forma de vida, lleno de caras machas bonitas, sonrío un poco. Yo, de haber tenido el talento y los recursos, como Almodóvar, también habría intentado reunir a todos los hombres que más me excitan del mundo en un mismo lugar, pero quizás hubiese intentado que fuese en una fiesta, o en una suite, o en una piscina donde yo pueda hacer pie (esto último es importante). Vamos, que para eso no hacía falta montar un corto. La fantasía se nos ha ido un poco de las manos (¡otra vez!). Lo del corto empiezo a verlo casi como excusa para el recreo, que, al cabo, sería el mensaje más legítimo. El mensaje de la flor es la flor.
Lo peor que puede pasarle a un corto, igual que a un amante de una noche, es que esté falto de misterio. Y este lo está. Todo es más o menos diáfano, evidente, aburrido. Todas las cartas están bocarriba. No hay juego ni se le espera. El espectador no sospecha, no teme, no imagina, no proyecta, no hilvana. Es un relato que nace muerto, especialmente en un mundo donde existe una joya llamada Brokeback Mountain.
Yo sólo le recomendaría Extraña forma de vida a alguien que me caiga mal, porque el resto de gente no tiene treinta minutos que perder. El anterior, La voz humana, se lo recomendaría directamente a los hijos de puta.
No sé qué le echan en la comida a la mayoría de críticos de cine de este país para que hablen de "obra maestra". Igual se les tendría que caer la cara al suelo por su desvergonzado peloteo. Tendrán ganas de cenar con Pedro y de echarse unas risas de colegueo, pero a sus lectores les escupen en la cara. Respetar a un autor también consiste en no tratarle como a un niño, en no fragilizarle ni reírle todas las gracias a fin de no herirle. Y yo a Almodóvar le respeto, y le admiro, por eso me dirijo a él como a lo que es: un gigante indesmayable con días raros.
En algún momento del filme, como intentando ser un poco trascendental, Pedro nos esboza algo sobre "el destino", pero fofamente. "¿Qué es eso, qué significa?", le lanzo a mi amiga Marta al salir del cine, ya retórica perdida. "La única vez que me acosté con alguien y me dijo que 'estábamos destinados' acabé aquí, tomándome un vino perruno contigo en el bar Los Chiperos, después de ver Extraña forma de vida", le dije, mientras tomábamos un vino perruno en el bar Los Chiperos. Y Marta se rió, y entonces mereció la pena la tarde.
No sé bien de qué va este corto. Ella dice que lo mismo va de que a veces hay que meterle un tiro a alguien para poder sentarlo a hablar de lo vuestro. Es posible que sea eso. Cómprense un revólver y un caballo y verán qué bien les va a partir de ahora.