El otro día me crucé con el padre de Félix Viscarret en el entierro de mi abuela. Vivían en el mismo edificio. Nos contó que acababa de regresar del Festival de Málaga, donde habían proyectado la última película de su hijo, Una vida no tan simple. Nos dijo, también, que le había encantado. Entonces pensé lo que pensamos todos cuando un padre habla de su hijo. "Claro, está hablando de su hijo".
El domingo fui al cine a verla. Recuerdo la primera imagen. Un grupo de patinadoras en la noche. Y una voz en off que habla sobre la pérdida, los sueños quebrados, el amor y una vida que ya no va a ser como parecía.
Pero esa voz no hablaba tan mal como lo escribo yo ahora (con palabras grandes y abstractas que no conviene utilizar porque nada dicen), sino con la historia de un hombre cualquiera que está hecho un lío. Veo en una entrevista de los 90, cuando Viscarret tenía mi edad y se hizo director de cine, que respondió así cuando le preguntaron por sus inquietudes narrativas: "Me interesan las historias de gente que está hecha un lío".
Fueron apareciendo poco a poco los personajes. Dos arquitectos de 40 años que sienten que el tiempo se les escapa. Uno tiene la casa perdida de hijos, no saca ni un par de horas al día para dedicar a sus proyectos el talento que cree tener y no hace el amor con su mujer. El otro no encuentra una mujer que amar, está solísimo rodeado de gente y también fracasa en el trabajo. Ese fracaso, el del estudio de arquitectura que comparten, es la línea invisible que les une siendo tan distintos.
Me pasó algo extraño viendo la película. Era como si no estuviera viendo una película. Estaba sentado en algún lugar, solo, y me habían dejado una microcámara con la que mirar la vida de dos hombres cualquiera, de dos hombres como yo.
La peli está gustando mucho. Lo escuché en la sala al terminar. Y lo leí después en los periódicos. Le ha gustado hasta a Boyero. Yo no sé nada de cine, pero sé vivir en la medida en que vivo. Todos sabemos hacerlo. Por eso la peli nos gusta, porque nos deja vivir las grandes curvas sin que sean nuestras.
🎬La crítica de Carlos Boyero a 'Una vida no tan simple'
— La Ventana (@laventana) June 22, 2023
"Me pasó una de esas cosas que no me ocurren casi nunca" pic.twitter.com/HEKAryuCvy
Algunos dicen que el guion relata la crisis de los 40. No lo creo. Por fortuna, me falta un buen rato para eso y me sentí igualmente interpelado. El guion nos coloca ante un precipicio muy concreto, que a unos llega con 15, a otros con 30, a algunos con 60… Es el precipicio de una ilusión perdida. Ese instante en que dejamos de ser aquel personaje de la Educación sentimental de Flaubert que, henchido de ganas y subido en el carro que le lleva a ver a la chica de sus sueños, grita: "¡¡¡Marie!!!".
Pensándolo mejor, ese precipicio no es que llegue a una edad determinada. Nos llega todo el tiempo, sólo que en distinto peso. Isaías, uno de los protagonistas, dice que tiene la sensación de no poder dar lo mejor de sí en ninguno de los lugares a los que le ha arrimado la existencia. No es todo lo buen padre que podría, no es todo lo buen arquitecto que podría, no es todo lo buen marido que podría. Ensayando en los tres sitios, todos los días, a todas horas, acaba naufragando por partida triple.
Nico, el otro protagonista, dice que vaya adonde vaya le falta el aire. A veces, es incluso una sensación física. Tiene que acercarse a la ventana, abrirla y notar el viento en el rostro. Busca, pero no encuentra. Es soltero, es guapo, no le falta la pasta. Pero busca y no encuentra. Se ahoga. Los dos se ahogan. Nosotros nos ahogamos.
El secreto de la película de Viscarret, dice Boyero, es que a los personajes no les va demasiado bien ni demasiado mal. Tiene razón. Sus casas son bonitas (¡qué preciosa sale Bilbao!), el estudio no está mal, se conservan de maravilla para tener 40 y no afrontan, en definitiva, situaciones de urgencia. En ese espacio, para qué engañarnos, estamos la mayoría de espectadores. Pero nos falta el aire y nos acercamos a la ventana.
Hay todo un mundo hasta que hacemos clic. No se trata, supongo, de correr más rápido en la cinta para alcanzar todo, sino de lograr ese despertar tan difícil que un día, ¡ojalá!, te saca a la superficie. No es un naufragio. Eres tú el que lo defines como tal.
Me dio pena cuando se acabó la peli. Es más, me pareció cruel. Se nos arrebató el derecho de seguir mirando a la vida por la microcámara. Espero encontrarme pronto con el padre de Viscarret para escuchar: "Mi hijo ha estrenado su nueva película. Es muy buena". Sin verla, le diré: "Tienes razón. Es muy buena".
Será, seguro, tal y como se prometió Félix en los 90, otra historia de gente que está hecha un lío. Como yo aquella mañana, en el cementerio, aprendiendo que los abuelos también se mueren y que, aun así, como dijo Brines, incluso en esos instantes, "siempre hay una rendija por la que se cuela la luz".