El bibloquismo es la palabra más absurda que ha inventado la ciencia política. Es como 'unicornio', la mezcla de cuernos y caballos para componer algo que no existe. Nadie ha visto caballos con un cuerno entre las orejas, y esa cosa que llaman 'bloque' es solo un saco para meter gamusinos.
En esta campaña han pasado muchas cosas interesantes. Pero si hay una que merece la pena destacar, y que es digna de celebrar, es que los extremos se han desinflado. Hasta el CIS de Tezanos indica que Sumar no ha sumado nada, y que Vox pierde más de 20 diputados. No hay bloques, hay actitudes.
La buena noticia es que en España hay una amplia mayoría cómoda en el centro sociológico. Hay una masa de españoles muy tranquila que se alegra por la victoria de Alcaraz y se apena por la muerte de Francisco Ibáñez. Que se divierte con un partido para la historia del deporte y se alegra por un chaval que es muy majo, aunque hable un inglés regular.
La gente normal tiene la lágrima contenida porque nuestros héroes nacionales, Mortadelo y Filemón, están dando sopas con honda a Superman en el Olimpo de los superhéroes. Sólo las mentes retorcidas pueden ver en la final de Wimbledon una lucha contra el fascismo, o en doña Ofelia una imagen del heteropatriarcado.
Las batallitas intelectualoides han quedado para minorías de paladar fino.
Por un lado, desde los cuarteles de Somosaguas creyeron, como Marx, que los urbanitas estaban maduros para la revolución, dispuestos a asaltar capillas y a terminar con la burguesía. Creían que la represión de las estructuras no dejaba ver las flores comunistas, pero que en cuanto se levantase el pie, las calles serían un eterno 8-M.
Por otro lado, la derecha nostálgica se dejó narcotizar con el sueño de la revolución y desempolvó los viejos uniformes para vivir los tiempos del Imperio. También creía que el monopolio de las estructuras por la ideología socialcomunista no dejaba hablar a una España aletargada, madrugadora y reprimida.
Pero ahora resulta que, una vez liberadas, esas masas oprimidas van y no votan a sus liberadores. ¡Malditos ingratos que vuelven al redil! ¡Vivan las caenas!
Pues no. Ni borregos ni encadenados. España ha cambiado y se expresa. Ya sea a izquierdas o a derechas, dice una cosa por encima de todas las demás. ¡Dejadnos en paz!
La vuelta al centrismo no es la conformidad con todo lo que está mal, ni significa doblegar la ilusión, ni avalar la corrupción. La centralidad es la bofetada en el hocico a la excentricidad.
La nueva política era la vieja quema de brujas de toda la vida, el moralismo convertido en bandera, la turra diaria y la censura. Y eso no lo puede soportar una sociedad libre y madura. Ni Lenin, ni Felipe II, ni el salvapatrias de guardia. Al españolito medio ya no le van las monsergas y lo que quiere es que le dejen en paz.
Los que han apostado por la centralidad van a ganar, y la razón no es sólo electoralista. Es que han conectado mejor con la mayoría.
El batacazo electoral que se van a dar los extremos va a ser muy importante, y esto habla bien de una España que no se encuentra representada por los portavoces del cabreo y la confrontación. Es la España que prefiere a Mortadelo, que se ríe de la TIA y que hace la vida imposible al superintendente Vicente.
Algunos dirán "que te vote Rompetechos". ¡Así sea!