A principios de los 90, cuando Felipe González estaba en su plenitud tras tres mayorías absolutas consecutivas (1982, 1986, 1989), se habló con insistencia de "felipismo". Se hacía para referirse al entramado de relaciones de poder que González y el PSOE habían desarrollado desde su rotunda victoria del año 1982.
Ni con Suárez, ni menos aún con Calvo Sotelo, pero tampoco con Aznar, Zapatero o Rajoy, se llegó a consolidar un concepto personalista del poder que quedase fijado en torno al nombre del presidente. Algunos llegaron a hablar de 'aznarato', pero no cuajó. También se ensayó lo de 'rajoyismo', pero tenía más bien que ver con la falta de concreción ideológica de Rajoy que con una red de grupos de poder en torno a él.
El sanchismo, sin embargo, sí ha cuajado. Pero tampoco tiene que ver con un entramado oligárquico que pudo haberse formado a su sombra, sino con una metodología que lo define. A saber, la de la huida hacia adelante. Es lo que el propio Sánchez quiso pintar, en su favor, como "resistencia".
El método Sánchez, o sanchismo, consiste en mostrar su figura como única salida posible a unos problemas que se presentan, invariablemente, como una disyuntiva entre el progreso, que representa él, y la reacción, representada por todo lo que no es él.
Esto, es verdad, ya estaba en el PSOE desde siempre. Pero en el caso de Sánchez se produce un giro más de tuerca, y esto es lo característicamente personalista del sanchismo, al ser capaz de afirmar una cosa un día y al día siguiente, sin solución de continuidad, afirmar la contraria con tal de mantener la disyuntiva dual ("yo soy la única alternativa a la reacción"). De tal modo que, sin que Narciso se despeine, es capaz de continuar adelante teniendo como mayor crítico de sí mismo al Sánchez del día anterior.
Tenemos así, a falta de uno, a muchos Sánchez distintos, multiplicados a lo largo de estos años, salvando contradicciones a discreción. Recuerda algo a la paradoja de la flecha de Zenón de Elea, que, si obviamos el tiempo, siempre está quieta en lugares distintos. Del mismo modo, Sánchez siempre dice la verdad, si obviamos que un instante antes había afirmado lo contrario.
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Con tirar de hemeroteca y traer a colación lo dicho por Sánchez en su primera campaña electoral (para tomar distancia de Iglesias y de Podemos) ya tenemos al crítico más feroz del propio Sánchez del día siguiente, que se abrazaba a Iglesias para ser investido presidente del Gobierno.
El Gobierno, y esto es lo grave, buscó su justificación, durante las jornadas parlamentarias en torno a la epifanía sanchista, en la ideología confusionaria del progresismo, en cuya noche todos los gatos son pardos frente a la derecha.
PSOE, Unidas Podemos, ERC, JxCat, PNV, Bildu, Compromís, BNG, Más País y etcétera se embutieron así en el tópico del antifranquismo (cómo no) para arremeter contra la bancada del PP, de Ciudadanos y de Vox, a la que tacharon de extrema derecha, fascista, españolista y, en fin, antidemocrática. Así cerraron filas contra "la reacción" y pudieron disimular lo que de destructivo, disolvente y fragmentario hay para la nación española en esos apoyos: el separatismo.
Se ha blanqueado así, con la pátina antifranquista, a aquellas facciones que, de un modo o de otro buscan la descomposición de España para condenar a su vez al ostracismo "antidemocrático" a aquellos grupos que defienden, también de un modo o de otro, la unidad y la soberanía nacional.
Este fue el guion que impuso Sánchez para elevar al PSOE y a Unidas Podemos al gobierno, y que implicaba necesariamente tratar con mimo al separatismo (cambiar las leyes sobre sedición, amnistiar a los responsables del procés), envalentonado a su vez, y que continúa en abierta sedición. Y no hay más que oír a Pere Aragonès afirmar, casi cotidianamente, que lo volverán a hacer.
Este es el precio que Sánchez pagó a Iglesias para encaramarse a lo alto del gobierno de España: hacer del separatismo una fuerza de "progreso" frente a la "reacción", cuando, antes de abrazarse a Iglesias, había presentado su candidatura con una gran bandera de España detrás.
En El arte de la mentira política, un opusculito atribuido a Jonathan Swift, se hace una relación sumaria de ese arte, también llamado pseudología, y en el que Sánchez se ha mostrado, no exactamente un virtuoso, porque se le ha notado mucho, pero sí un aprendiz aventajado. Por lo menos en la medida en que ha sido capaz de arrastrar a su partido, incluyendo a unos votantes que en ningún momento han manifestado ninguna resistencia, sino más bien aquiescencia, con la formación de ese gobierno.
En el opúsculo, Swift enseña en un primer capítulo más filosófico qué es lo que hay en el alma humana que lleva a mentir. Para explicarlo, entiende que el alma es creada con una doble naturaleza "plano-cilíndrica".
Por un lado, Swift, Dios creó el alma como un espejo cuyo envés es plano, y que refleja la verdad de las cosas. Pero, por el otro lado, el Diablo creó un revés cilíndrico, en el que se deforma completamente la realidad, pero haciendo parecer verdadero lo que es falso.
Aquí tenemos, en el envés de las hemerotecas, al Sánchez crítico con el Sánchez del revés cilíndrico. Eso es el sanchismo.