Muchas lecturas se han hecho y pueden hacerse de la inmersión del Congreso en la pluralidad lingüística. No tienen demasiado fundamento, en cualquier caso, las elegías por la degradación de la palabra pública en un foro que, al socaire del régimen partitocrático, prácticamente nunca ha ejercido como Cámara de deliberación.
La implicación mollar de esta consagración institucional de la diglosia hay que buscarla, más bien, en el ahondamiento de una dinámica inquietante que afecta a nuestras democracias burguesas. La de la creciente fragmentación de la vida política contemporánea, que ahora se expresa también en catalán, gallego y euskera.
Un principio interpretativo solvente sobre el que edificar una teoría general de nuestro tiempo bien podría ser la idea de la burbuja. Los múltiples estamentos sociales se constituyen como esferas autorreferenciales y endogámicas, que se retroalimentan en su aislamiento de las masas, con una base popular igualmente escindida en compartimentos estancos.
La democracia liberal, que irónicamente vive de presupuestos prepolíticos que ella misma contribuye a derogar, asiste impotente a la negación del pilar sobre el que hace descansar su mercado de las ideas, la esfera pública. Una insonorización de la conversación nacional radicalizada por el efecto de las redes sociales, que impiden la emergencia de una verdad colectiva.
A la manera en que el filósofo de la ciencia Thomas S. Kuhn decía que un aristotélico y un copernicano veían distintas cosas al mirar a la Luna, puede decirse que hoy nosotros ni siquiera compartimos una misma realidad.
La personalización algorítmica nos da a cada uno de nosotros una versión de nuestro mundo prácticamente inconmensurable con cada una de las demás. Con nuestro comportamiento digital construimos nuestra propia percepción, de manera que ya ni siquiera designamos las mismas cosas cuando usamos las mismas palabras. Y esta tendencia sólo puede agravarse si, como en el caso español, esas palabras que ya de por sí difieren en su significación lo hacen también en su articulación.
El telón de fondo de todas estas transformaciones (especialmente en España puede hablarse casi de un proceso de desnacionalización) es la atomización social que promueve el sistema pluralista.
La carencia de un sustrato de experiencias comunes, condición sine qua non para poder hablar de una comunidad política, tiene su correlato en la materialización del narcisismo y el identitarismo en los distintos ámbitos (la sociología, la ideología, el urbanismo, etcétera). Y en un mundo segregado, la privatización de las vivencias sólo puede conducir al desdibujamiento de la noción del bien común, tan cara al pensamiento político clásico.
[Los diputados de Vox abandonan el Congreso y dejan sus pinganillos en el asiento de Sánchez]
Cuando la comunidad política ni siquiera posee un mínimo de educación común, cuando no se reconoce en una misma historia nacional, no podrán brotar relatos que armonicen la unidad con la multiplicidad. Y por tanto se debilitará, como en nuestro país a pasos agigantados, la identidad colectiva.
No se trata, como hace un cierto sector de la derecha traicionando a su génesis histórica, de abogar por la estandarización que propugna el jacobinismo neutralizante. Pero sí de llamar la atención sobre el debilitamiento de la argamasa social que vertebra cualquier nación histórica, y que se edifica sobre elementos que van mucho más allá del alcance del Estado.
No sorprende que nuestra época sea la de la soledad, la del deterioro del capital social, la de la polarización, la del incremento de las tasas de criminalidad y los delitos de odio. Y también la de las intentonas sediciosas, que acabarán normalizándose si el Gobierno de España sigue permitiendo la merma de las posibilidades de interacción.
Porque, por mucho que el independentismo alegue justo lo contrario, la promoción de un Congreso políglota con el trasfondo de una cuestión territorial irresuelta desde hace siglos sólo puede redundar en el declive de los espacios de vecindad. Del encuentro con el otro.