Dice Mar que todo lo que uno necesita en la vida para ir tirando y esquivando ratas son amigos y buena suerte, poco más. Tiene razón, como siempre. Pensaba en eso mientras veía Esta ambición desmedida, el documental de C. Tangana, que habla de todas las cosas que pueden irse al carajo cuando eres un obseso de lo tuyo y vas a seguir siéndolo porque nunca merece la pena ser otra cosa. Si no, te diluyes.
Yo creo en la neurosis artística. Y en la neurosis, en general, porque es un motor rumiante de búsqueda y rabia y duda. Esto va de rascar con la uña la corteza de uno mismo hasta que sangre (¿no decía Tía Anica La Piriñaca, matriarca radical y salvaje que llegaba al fondo del desgarro mismo, que cuando cantaba le sabía la boca a sangre?).
Esto nadie lo hace mejor que Pucho, que es el mejor artista de mi generación sin ninguna duda, sobre todo un escritor iluminado y en vértigo, un nervio de talento escarpado.
Sabemos ya que la garantía fundamental de que un plan te salga bien es que no te importe en absoluto (el mundo tiene esas bromas secretas y amargas), por eso todo en la gira de Sin cantar ni afinar se puso flamenco y adverso: la pasta, el tiempo (con lluvias torrenciales como de tragedia griega y dioses iracundos), los contratos. Si Pucho sacó nota fue, sobre todo, y reformulando la idea de Mar, porque los amigos son la buena suerte.
A menudo, el verdadero talento consiste en elegir bien y en saber descartar. Frases, fiestas, compadres, ideas, amores. C. Tangana es ese director de orquesta inspirado e intuitivo que le escupe en la cara al destino y ordena a los colaboradores necesarios para delinquir (que es transgredir) con sello de autor. Y al final la vida sale a recibirle.
Tiene un sentido de clan muy hondo y conmovedor. Me fascina una escena final en la que después de todas las penurias y la gloria, invita a sus amigos y compañeros de curro a cenar en su jardín para agradecerles, uno a uno, su generosidad desarmante. Se le devuelve porque él la da: son los resortes silenciosos de la lealtad, de la complicidad fraternal. Como decía Jabois, el amor consiste en tirarle una silla a la cabeza a quien se atreva a hablar mal en una mesa de una persona que quieres.
Pero si hay algo que me gusta aún más, algo que no puedo ni soportar de tanto que me gusta, es el lugar que recibe en el documental la pareja de Pucho, Rocío Aguirre (fotógrafa genial, también hermosísima). Acostumbrados como estamos a que las estrellas machas ignoren o desprecien la importancia de sus novias o esposas en sus biopics, aquí sucede el milagro contrario. Las escenas con ella son fundamentales porque arañan la ternura del artista, su dulzura inmensa de niño grande y travieso, su vulnerabilidad, que es también su fuerza.
No cae en la tentación Pucho de hacerse el mujeriego ni el distante sentimentalmente: qué arrebatador resulta hoy eso. Se vuelca en esos ratos. Cuando amanece al lado de Rocío después de todos los desencantos. Cuando le dice "amor, ¿me das un ibuprofeno?" desde el piso de debajo de su casa, abriendo los ojos como un cachorro cansado y manso. Incluso en uno de los instantes de mayor tensión, cuando se disponía a arrancar la gira con toda la preparación y la angustia que había supuesto, se dirige a Rocío para decirle "ay, no me pongas nervioso"... pero sin rastro de irascibilidad en el gesto, más bien como un crío enérgico y risueño que sale a jugar. Es por ella. Es por ella.
Es por amor que uno domestica el ego.
Es por amor que uno es inédito.
Es por amor que uno sabe cuándo hablar y cuándo guardar silencio.
Es por amor que uno elige no ser un gilipollas.
Viéndolos me acordaba de Sintiéndolo mucho, el documental de Sabina rodado durante doce años por Fernando León de Aranoa, una cosa bastante flojita y poco reveladora, donde me incomodó observar que mi adorado Joaquín trataba a su pareja, Jimena, como a una secretaria o una asistente, impasible a la ternura. Todo orbitaba en torno a él, a sus cráteres vitales, a sus caprichos. Y ella ejercía, como en aquella canción de Mocedades, de casi esposa, buen soldado y enfermera.
Nada que inventase el hombre: ya lo hacían iconos como Juan Ramón Jiménez, Hermann Hesse, Nabokov, Tolstoi, Dostoievski, García Márquez o Mario Vargas Llosa. Ya lo hacía vilmente Onetti con Dorotea Muhr, a quien llamaba con una campanita desde su cuarto, como quien alerta a la sirvienta de que tiene necesidades. En una ocasión le dedicó un libro: "Para Dolly, ignorado perro de la dicha". Elocuente. Otra vez, sólo una vez, le dijo "vos sos un brazo mío". Pero sin un brazo ejecutor y abnegado para la búsqueda de nuestro placer también se puede vivir.
Entre los rupturismos que propone Tangana en esta obra, éste es mi preferido: la nueva visión y representación del amor de nuestros hombres legendarios, su poco miedo a la entrega. Eso es lo verdaderamente novedoso. ¿Se acuerdan de aquel capítulo de Los Soprano donde a los gángsters les fustigaban por practicarle sexo oral a sus chicas, como si fuese algo degradante o servil?
Pues eso. No hay nada más sexy que un hombre que se viste por los pies.
Y que se arrodilla para hacerlo bien.