Hay quien está señalando, no sin razón, que los lamentos del socialismo y sus satélites por las manifestaciones en Ferraz de estos días están desacreditados por principio, en la medida en que el Gobierno ha despenalizado los actos violentos de los que ahora abomina y se dispone a amnistiar a quienes los cometieron en 2017.

Pero hay que negar la mayor. Nada tienen que ver unas protestas pacíficas malversadas puntualmente en turbamulta para clamar contra la desintegración de la unidad nacional con las algaradas declaradamente insurreccionales y subversivas del separatismo, encaminadas, justamente, a forzar esa desintegración.

Y es que la mayoría de los análisis emanados del centrismo sobre lo que está ocurriendo estos días pecan del mismo vicio: equiparar lo disímil. Un puñado de ultras infiltrados que revientan una congregación legal sencillamente, no se puede comparar con la exoneración penal de terroristas, corruptos y golpistas.

Se trata de ir un paso más allá en la lectura de la elemental condena de todas las violencias. La derecha española pierde siempre (incluso cuando gana) porque no entiende que debe arrebatarle también a la izquierda el framing de la situación política. Y en este caso, se trata de desatender las exhortaciones de la izquierda a condenar nada, una más de las estrategias domesticadoras y disciplinarias de la derecha que suele emplear. Porque los llamados a desmarcarse de la amenaza a la normalidad democrática proceden de quienes propugnan el uso discrecional y a la carta de la ley para favorecer a delincuentes.

Entrar a abjurar de las protestas es ya una derrota, porque supone colocar el foco en el lugar equivocado. Es decir, apartándolo del hecho de que los agitadores extremistas auténticamente preocupantes no están en Ferraz, sino incluidos en el bloque de gobernabilidad de Sánchez.

Por eso, la consigna de que estos disturbios callejeros vienen en auxilio del bloque Frankenstein cuando estaba más tocado no resiste una mínima reflexión. No son las protestas en Ferraz en sí mismas (que no son intrínsecamente tumultuarias ni agresivas) lo que le hace el juego al PSOE, sino, precisamente, el hecho de que la derecha política y mediática dirija la atención hacia una recua de ultras no representativos en lugar de al 98% de manifestantes legítimamente cabreados que día tras día se concentran ante las Casas del Pueblo de toda España.

¿O acaso los que sostienen que no debemos manifestarnos junto a las sedes del PSOE, porque así cargamos de razones a Sánchez, opinan también que el juez no debería haber imputado a Carles Puigdemont, porque haciéndolo da alas al relato independentista de la persecución política ilegítima y el lawfare?

No nos engañemos. No estamos ante el último capítulo del "manual de resistencia" del presidente, sino ante la presión popular que ha venido a quebrarlo definitivamente. Porque estas protestas no son tanto un rechazo de la amnistía como el desbordamiento de la indignación acumulada durante tantos años de exhibicionismo del Partido Socialista.

El sanchismo es, en esencia, una maquinaria de naturalización de lo abominable, una dulcificación de la desfachatez gubernativa y una logística del fracaso político. Y este estallido social ofrece la oportunidad de desmitificar esta épica de la resiliencia y mostrarla como lo que es: la inhumación de la debilidad política crónica bajo una osadía fáustica sorda a cualquier freno moral al despotismo.

Ahora se dan las condiciones sociales para apreciar masivamente la desnudez de la lógica sobre la que Sánchez ha legitimado sus sucesivas transgresiones: la atemperación de un maquiavelismo impúdico con el entusiasmo entre sus bases de ver "rabiar a los fachas" ante la retención agónica del poder.

Ahora que "los fachas" rabian, y vaya si rabian, ante el último alarde de pornografía gubernamental en los acuerdos con ERC y Junts, queda al descubierto el tosco mecanismo del ingenio. Que no es otro que el explicitado por José Luis Ábalos recientemente: para el PSOE ser terrorista es preferible a ser de derechas.

Ahora que se desvela en toda su simpleza el maniqueísmo según el cual todos son golpistas salvo los golpistas, se hacen aún más pornográficas para la ciudadanía las fotografías de los socialistas con Merxe Aizpurua, Oriol Junqueras y Carles Puigdemont.

Sánchez cruzó el punto de no retorno en su impudicia cuando quiso vender a los españoles la actualización de la fábula de Mandeville: el vicio del empeño inescrupuloso por sortear la carestía parlamentaria se transforma, por la mano invisible moralizante, en un bien para la sociedad. Por eso, a estas alturas no tiene sentido seguir contribuyendo, siquiera indirectamente, a apuntalar la leyenda de Pedro el Imperturbable. 

Es absurdo obstinarse estérilmente en cambiar una narrativa (la de la derecha que se amotina y atrinchera contra la transferencia pacífica del poder) que ya está escrita de antemano, independientemente de lo que haga o deje de hacer el PP. En cambio, la oposición haría bien en invertir estos esfuerzos en enfatizar sin tregua, y con los instrumentos políticos formales e informales, que un PSOE podemizado y esquerrizado ha "pacificado" Cataluña para catalanizar España.

No hay que abogar por un lenguaje político incendiario. Y es obligado hacerse cargo del tensionamiento de la comunidad política al que conduce la inflamación retórica de sus representantes. Pero esto no debe ser impedimento para pensar la política políticamente. Y de lo que se trata es de disputarle a la izquierda el monopolio de categorizar lo tolerable y lo intolerable.

Pensar políticamente es admitir que los llamados a la prudencia y la pedagogía de la ecuanimidad entre adversarios se basan en la ficción de que ambos están sometidos a las mismas reglas de juego. Pero cuando el imperio de la ley no rige de facto en España, debemos asumir que no hay un árbitro al que apelar. Esto no justifica en modo alguno la violencia, pero sí una presión social más encimera de lo habitual.

Reorientemos el debate y abandonemos el estúpido marco de análisis del "balón de oxígeno" a Sánchez. Porque la realidad es que el Gobierno está asfixiado por múltiples frentes que seguirán empujando. Y lo único que positivamente le permitiría recobrar el resuello es instalarnos en la anomia cívica y dejar que corra el aire por las calles.